Diario de León

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Ese arte de la seducción a base de astillar cornamentas rivales cautiva a la masa, que cada otoño viaja a valles profundos, a ver las justas, el venado que brama porque le hierve la sangre y la llamada de la reproducción. Cientos de candidatos afilaron las astas en la base de los abedules con el fin de que la punta fuera bayoneta, cuchillo de monte, navaja de Taramundi, una de mariposa, un punzante, que clave, corte y desuelle. El voto calienta a los harenes, que se citan ante el campo de batalla arrastrados por la emoción de la cercanía del poder, en ese duelo a vida o muerte del que nadie vuelve entero. Al buey peleón nunca le faltan cornadas, piensa el vulgo mientras ve escapar haraposo al derrotado y exaltado por la dicha al triunfador, al que la alegría, por el derecho a la cohabitación y a la cópula ganada a base de trastazos y cabezazos, le ha durado esta vez lo que el audaz Sánchez tardó en decidirse a resolver las dudas por medio de la democracia. Hala, otra vez a la berrea, estos soldados de la cubrición, con la tembladera de canillas que no les permite tenerse casi en pie, después de tanto pico de adrenalina por el olor de las hormonas y el frotis sexual sobre las urnas de mayo, y el umbral anaeróbico todo perdido de ácido láctico, que qué otro fluido fruto de la excitación iba a ser, si no, que ácido láctico y baba, por el éxtasis del éxito. Y otro bis a los paseos de Zapatero para tonificar la líbido del votante, con ese detalle inconfundible, la señal, de la mano perdida en la parrilla costal a modo del Julio Iglesias de la premura del hey, y el atardecer del caballo al que dan sabana. No había peor salida del bloque electoral de esta primavera de berrea política que el amar después de amar que tanto confunde a los machos fogosos, más vagos que el deseo de sus sueños, atrapados en ese círculo vicioso de acabar con la lengua lo que no son capaces de rematar con la pose; por la boca muere el pez, y el venado, que se iba a retirar al interior del bosque a gozar del festival del engendro en mitad de un mayo resplandeciente, en una alegoría fantástica del otoño florido, y tiene que venirse a tablas, derrengado, con ese mareo que da pensar que hay que cumplir otra vez con esa liturgia de las bestias: embestir y berrear.

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