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Cuando Matías Llorente alcanzó el puesto de vicepresidente de la Diputación en 1987, su primer cargo en el Palacio de los Guzmanes, dejó estampada en las páginas una de sus frases lapidarias: «Mi nombramiento demuestra que los cargos políticos no son solo de los señores de la ciudad», dijo a una becaria en la primera entrevista que se publicó este periódico. Durante los 36 años de diputado provincial, doce como segundo de a bordo, siguió siendo agricultor y alcalde de su pueblo. Imbatible e incansable.

El orgullo rural que florece como las amapolas en estos comienzos del siglo XXI, lo llevó Matías Llorente prendido en el verbo y en la acción de forma perenne. Un amor propio que se alzaba sobre el esfuerzo y la lucha permanente por superar los obstáculos que la vida le ponía. El primero, dejar los estudios para cuidar a su madre enferma y aprender los secretos de los hortelanos para levantar la empresa familiar porque su familia carecía del capital que poseían otras.

Aprendió en la universidad de la vida. Tenía más luces que la mayoría de los que han pasado por allí en años todos juntos. Y demostró ‘con obras son amores’ que el progreso colectivo de su tierra y sus gentes era el suyo propio. ‘Sin intermediarios’ en la cooperativa de Ucogal y en la política en la que aterrizó como concejal en 1979. Apenado por la pérdida, Beni, el primer alcalde de la democracia, me recordaba que «era Matías quien me enseñaba todo».

No era un santo Matías, aunque Tiquio, el cura que se hizo obrero en Cabreros y también fue su maestro, le acogiera, junto a aquellos bravos agricultores, bajo el techo sagrado de la iglesia en las revueltas campesinas de 1976. Se peleó con su mentor en la UCL, Gerardo García Machado, y fundó siglas propias. UGAL. Su única militancia. En la tribuna pública a veces mordía y se metió en algún barrizal sexista, que, a decir verdad, le recriminé en este Canto Rodado. Cada cual con sus principios. Pero las mordidas y los fangos nunca fueron su pastel ni su terreno. Ni una tacha en su expediente aunque la competencia sindical le quiso embridar en sede judicial. Matías Llorente hizo historia y dejó escuela. Una de las obras de las que estaba más orgulloso no es de cemento ni de maíz, es la vieja escuela de Cabreros del Río donde aprendió a leer y su hija y su hijo también fueron alumnos. La escuela que sigue viva y por la que se desvivía. La escuela que tiene invernadero y relevo para el pueblo.

Dicen que como se vive, se muere. Y es verdad. La becaria le describía en 1987 con «la voz serena, como si nunca llegara a enfadarse por nada y una espesa barba que le protege los gestos si se lo propone». Matías se fue con un gran dolor en el pecho, callado hacia adentro, aunque fuera un cáncer el que se le llevó por delante. Le despidieron en la plaza del pueblo. No cabe más honor. La política desde abajo con los de abajo. Que su escuela perdure. Y muchos la imiten.