El Contemplado
Si comenzamos diciendo que a cierto líder político actual le va como un anillo al dedo el sobrenombre de El Contemplado, la mayoría de nosotros convenimos al unísono de quién se trata. Exacto. Ese líder. Al rey Sancho El Fuerte de Navarra tampoco nadie le discutiría el mote, porque medía más de dos metros. ¿Cómo hemos llegado a esa unanimidad? Un antropólogo quizá nos hablaría de habilidades sociales desarrolladas para una existencia en grandes grupos donde la importancia del reconocimiento jerárquico resulta esencial para una convivencia en paz. Yo me inclino por algo más sencillo: la nunca humilde vanidad.
El orgullo siempre le viene de casta al galgo, pero la vanidad es ajena al pedigrí, es el orgullo hecho a sí mismo, que nace y muere con uno. Todos conocemos vanidosos en nuestro entorno y seguramente en algún aspecto concreto nosotros también lo seamos, aunque sea un poco. Se sabe desde antiguo que es difícil ver la viga en el propio ojo y resulta sencillo señalar la paja en el ajeno. En fin, que el orgullo se hereda y la vanidad se conquista o se enquista, porque no siempre y casi nunca tiene avales que la sostengan. Se conoce al vanidoso por sus mirares: por la aprobación que busca a su alrededor permanentemente, siempre encantado de ser él «El Contemplado». Esa obsesión constante. Las formas más comunes de esa esclavitud de vanagloria son belleza, inteligencia, influjo. Todas, de alguna manera, formas de ejercer poder.
Una buena crianza deja poso pero no otorga el don de la elegancia, del que el poeta decía que era el arte de bien llevar el cuerpo y no el ropaje. Con la elegancia se nace y también se educa, pero no se adquiere. De ahí las monas y monos vestidos de seda. Elegancia y orgullo son cualidades o defectos firmes con los se llega al mundo. Dones que no se improvisan, aunque se quiera: porque sí, como la rosa o la poesía. Cimientos: no precisan nada para existir. La arrogancia de la vanidad, sin embargo, necesita del apoyo constante de un público. Es famélica por definición. El filósofo Bertrand Russell describía los celos como «envidia de amor»; la vanidad, esa hermana pobre, se configura como envidia del orgullo natal. Surge de una carencia. Pero cuidado con ella: como afirma el aforismo de Mason Cooley, «la vanidad bien alimentada es benévola, una vanidad hambrienta es déspota».