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A Os Peares llevan venas de comunicación que hilvana León con el noroeste: la 120, el tren de Monforte y la ruta de los patos que en febrero vuelven a los lagos del norte. Y el Sil, en esa nómina de derroche generoso de sangre y esencia de la tierra allá donde llega el agua. El Sil babiano se engancha en Os Peares, o sea, de piedras para vadear el río, a la unión definitiva que amplía las expectativas con las que el Miño, de otra forma, no iba a lograr en siete vidas. Así se deconstruyen la grandes aportaciones de León al entorno que modela, con accidentes geográficos testigos, otra vez, de que los mapas no son los territorios. Es propio de aquí hacer almas eternas sin haber salvado la propia. Le pasa al Esla con el Duero, al que supera en metros cúbicos después de meterse doscientos ochenta y tantos kilómetros entre pecho y espalda de Valdosín (o la Reina, que es harina de otro costal definir si Yuso o Suso) a la esquina zamorana en la que fluye al que hace grande; y le ocurre al Sil, en ese descenso de vértigo que se zampa casi sin masticar, de tres en tres escalones, desde que se precipita de Peña Orniz hasta perder el nombre a costa de dar empaque a una leyenda, menos épica que la que arrastra Babia, Laciana y Bierzo abajo. Sin Sil no habría Ribera Sacra que valga, ni Os Peares, ni chavales que montaron en trenes que desandaban el camino a León, cuando León era centro de referencia de colegios entre las familias y padres que lo daban todo por facilitar a sus hijos educación y futuro, a costa de empeñar el suyo. Esta historia va a sustentar en los próximos meses varios relatos en los dominicales de papel sobre cómo un chaval puede llegar a primer ministro en un fin de viaje que inició en una aldea, camino a los Maristas; el desenlace, que sólo puede evitar un recuento a lo Biden después del timbrazo del que el-que-saca-el-Falcon-es-usted, de la otra noche en tele planeta, pone el foco de un país en Os Peares, un lugar con dos ríos, un puente a lo Eiffel, cuatro términos municipales, dos provincias y un vecino que soñó de niño cosas que no se comparten; y, al callarse, se llevan a cabo con aplomo, con no creerse más listo que el resto y con mirar río arriba. Sil arriba. No es igual nacer en un pueblo que un tercero C.