Caídos del cielo
He leído en este periódico la información sobre los leoneses solitarios que buscan amistades en la Red, muchos de los cuales dan el paso del chateo virtual a chatear por el Húmedo o incluso más lejos. Maravilloso. Si la historia funciona, ¿qué más da cómo comienza? A algunos de mis más queridos amigos los conocí por correo electrónico, esa paloma mensajera invisible. A veces, lejos es cerca; otras, cerca es lejos. ¿Son amigos como los de carne y hueso? Un gran abrazo virtual también llega. La lectora escéptica ya me estará diciendo: «Pues pruebe a pedirle a su amigo Tarzán un elefante que le sobre, y que tenga la trompa para arriba». Por supuesto. ¿A él que más le da uno que veinte? A veces pides, otras das. Así son las leyes de la amistad verdadera, online o presencial. Al parecer, las redes sociales permiten a las personas solas contactar con otras para —por ejemplo— ir al cine.
Lo comprendo, a mí también me cuesta a veces encontrar quien se apunte entre mis amigos a un maratón de películas de Joselito. Leo que son muy buscadas las personas con las que viajar en vacaciones. Para esto resulta muy aconsejable que la información sea veraz y precisa: «Busco persona a quienes les guste acampar al aire libre».
Vale, debiste decirme que las noches de luna llena te crece el vello y te vuelves del Barça. Como regla general, en un chat de vegetarianos no busques amistades con quién zamparte unos callos. Todo lo demás puede quedar al azar. Hay mucho de milagro en esto de la amistad, oro caído del cielo.
Reírse de uno mismo es hacerse compañía, pero esto no basta cuando hasta las canciones alegres suenan tristes en un salón vacío. Por supuesto, mejor pasar la tarde en épica soledad que en falsa compañía. Pero supongo que hasta esto es más fácil escribirlo que hacerlo.
¿Romeo y Julieta se hubiesen enamorado a través de un grupo de WhatsApp? Por supuesto, lo suyo era destino. ¿Aunque él en sus mensajes escribiera amor con hache y beso con uve?, volverá a la carga la lectora escéptica de antes. Pues con más motivo, lees eso y caes rendido para siempre, no sales ya del ay mísera de mí, ay infelice. Además, siempre podría echarle la culpa al corrector automático. O a Shakespeare, claro.