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El «momentazo» en la vida de Asier Vera ocurrió el día en que el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, le dio un premio por uno de sus murales. Alberto Ruiz Gallardón, sí, que tiempo antes había ordenado derribar un muro sin ningún uso para echar abajo otro trabajo suyo. Entonces no lo consideraban arte. Pero Gallardón, azote del grafitti descontrolado, de la pintada rebelde, no sabía que Asier Vera era el mismo que, junto a otros artistas urbanos, le había echado un pulso muy mediático tiempo atrás.

Otro momento importante en la vida de Asier Vera, nacido en Donostia-San Sebastián y autor de una veintena de murales que están cambiando la imagen de Ponferrada, fue el día en que, recién llegado a la capital del Bierzo, se le ocurrió escribir un correo electrónico ofreciéndose como muralista a estudios de interiorismo y de arquitectura.

El tercer momento llegó cuando la arquitecta Belén Cuesta Cerezal le contestó —fue la única que lo hizo— y le encargó un mural para acabar con las pintadas de mal gusto, los mensajes soeces, el olor a orín, que estropeaban la medianera del edificio de la calle San Frutuoso donde tiene su domicilio. Y así fue cómo en el año 2014 Asier Vera dejó su firma en el primer mural que pintó en Ponferrada; una estampa de Nueva York, con un taxi amarillo bajo los vanos del puente de Brooklyn y la efigie de la Estatua de la Libertad en un rincón de la pared.

La estrategia dio resultado. Los autores de garabatos, de mensajes sexuales, los que usaban ese rincón semiescondido para aliviarse, respetaron la obra de Asier. Y la ciudad recuperó un espacio degradado.

Habrá más momentos en la vida del donostiarra Asier Vera que se me escapan, claro. El día en que conoció a su pareja, el día en que tuvo su primer hijo, el día en que su arte comenzó a darle de verdad para vivir como autónomo. Quizá también, el día, no muy lejano, en que la Junta Vecinal de Santa Marina de Torre le encargó un mural para darle color a unos nichos. Su primer mural en un cementerio es una alegoría del final de la vida. Y ya se sabe que la vida,—aunque siempre haya alguien que se queje, porque es imposible dejar a todos contentos cuando hay un cementerio de por medio— está hecha de momentos compartidos, como los murales de Asier.