Diario de León

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Gervasio Sánchez conoció a Ramón Lobo hace treinta años. A finales de diciembre de 1993, los dos reporteros coincidieron en un café de Sarajevo, cercada la ciudad por las milicias de Karadzic, y junto a Enric Martí, otro periodista que cubría la última guerra de los Balcanes, y junto a Javier Espinosa, que al día de hoy nos sigue contando lo que pasa en Ucrania, se les ocurrió comprobar ‘cómo daban las campanadas los serbios’.

Mala idea. Los cuatro acabaron en un cementerio «chupando hielo mientras las trazadoras y las balas de verdad silbaban por encima de nuestras cabezas», contaba Gervasio Sánchez en un emocionante artículo publicado el pasado fin de semana en 20 minutos para reconfortar a Ramón Lobo.

Aquella noche de 1993, Gervasio, Ramón, Enric y Javier, «atrapados entre las tumbas y descubiertos por los sitiadores serbios por culpa de los ladridos de un perro», salieron bien parados de la emboscada y de vuelta al hotel, o donde quiera que se refugiaran, terminaron bebiendo cava helado al amanecer en vasos de plástico. «Morir aquella noche hubiera sido la forma más indigna de morir, más bien una muerte digna de gilipollas», reconoce Gervasio, que volvió a coincidir con Ramón en otras guerras, en otros conflictos, especialmente a partir de 1999.

Recuerda, por ejemplo, el comienzo magistral de El héroe inexistente , el libro que Ramón Lobo escribió a su vuelta de África, y cómo narraba la muerte de un niño sin nombre, con apenas nueve días de vida, en un hospital de Sierra Leona, ‘en una cunita esquinada’, ‘cubierto por rompa de mujer y una toquilla estampada’.

Tenía Ramón, añade Gervasio, una capacidad enorme para relatar en un párrafo una situación estremecedora. Y ahora es él el que ha muerto en Madrid, después de despedirse estos días de sus amigos como Gervasio, con humor y con ternura.

Yo no he estado en ningún cementerio con Ramón. Ni en ningún hospital de África. Apenas le he tratado, aunque haya tenido la suerte de escucharle en dos cursos de verano, y de la guerra solo he escrito novelas. Y como no me atrevo a despedirme de él, ni siquiera sé si merezco ese honor, invoco a su amigo Gervasio, que habla mejor que yo y con más fundamento, para contarles que Ramón Lobo se ha muerto. Y ha sabido cómo irse.

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