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Los días azules de Antonio Machado, los del sol de la infancia, transcurrieron en un patio de Sevilla, a la sombra de un limonero. La niñez del poeta eran recuerdos de un huerto donde maduraba el fruto amarillo. Su juventud, lo cuenta en un poema, veinte años en tierras de Castilla y su boda con Leonor, casi una niña, que le dejó viudo muy pronto.

Veinte años en Castilla fueron suficientes como para que Machado cambiara Soria por Segovia, el trauma por un cuarto en una pensión; una habitación convertida casi en la celda de un asceta. Observo la cama, en la vivienda del poeta transformada en Casa Museo. Observo la mesita redonda donde escribía y el brasero que le daba calor. Y me imagino la vida humilde que llevó como profesor de instituto, aunque ya fuera una figura reconocida.

Ese poema, ese Retrato, lo tituló, terminaba con una premonición; unos versos que avisaban de que se iría ligero de equipaje de esta vida, casi desnudo, como los hijos de la mar.

Y cumplió su palabra. Cuando murió en una habitación de Colliure, muy cerca del mar y exiliado en Francia, hundido mientras la República también agonizaba al otro lado de la frontera, encontraron en un bolsillo de su chaqueta un papel con esos versos hoy tan famosos. Los últimos: «Esos días azules y este sol de la infancia».

Lo dicen todo. Todo lo evocan.

Los días azules de José Joaquín González-Zabaleta transcurrieron a la sombra de una montaña de carbón. Una enorme escombrera que los niños del poblado de Endesa en Ponferrada subían y bajaban en bicicleta, como cafres, porque el suelo de escoria podía hundirse bajo las ruedas. Pero nunca les pasó nada.

Jota, así le llaman, se hizo aparejador cuando dejó de ser niño, y eso no tiene nada que ver con la poesía. Pero habla con una nostalgia parecida cuando evoca su paraíso perdido; la casa de granito rodeada de árboles donde se crió.

La montaña negra ya no está. La casa de su infancia es de otro. Por el poblado y por la Térmica Cultural pasea de vez en cuando Jota con sus hijas. Y quizá no sepa que en la Sala del Fuego Verde, en la antigua nave de calderas y turbinas de la central de Compostilla que ayudó a reformar, la sombra de los helechos no tiene nada que envidiar a la de un patio de Sevilla.