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Escribía no hace mucho Antonio Garrigues Walker sobre lo que nos pasa y decía que las enfermedades políticas, al igual que las físicas, tienen síntomas que casi siempre son muy visibles y, posiblemente, el más evidente es que «la calidad democrática se está reduciendo día a día y los poderosos abusan groseramente de la incapacidad de reacción de una sociedad civil sin instituciones consolidadas y, por ello, carentes de vigor y de valor para protestar y corregir con fuerza este deterioro democrático».

Un diagnóstico preciso y acertado. Buena culpa de ello la tienen los partidos políticos y su falta de democracia interna. «Los poderosos que abusan groseramente» son, en este caso, los líderes o los «aparatos» del partido que excluyen a quien molesta, impulsan a los que renuncian a la crítica y dinamitan cualquier intento de debate o de cambio.

Lo hemos visto en las recientes elecciones y lo estamos viendo en la negociación para formar un Gobierno inestable, sea quien sea el que finalmente consiga hacerlo. Los que perdieron las elecciones saltaron enloquecidos de alegría en los balcones de sus partidos como si hubieran ganado.

De hecho, perdiendo pueden ganar. Los que ganaron tienen casi imposible gobernar. Y los que más bajaron, con una sola excepción, son decisivos para encumbrar y mantener en el poder al que perdió.

Y todos en marcha sabiendo que, aunque se forme gobierno para evitar unas nuevas elecciones, los pespuntes con los que estará cosido se romperán más pronto que tarde.

En los partidos no mandan los militantes, como en las elecciones tampoco deciden los ciudadanos. Si hacemos caso de los resultados, los españoles quieren claramente un Gobierno de centro, ya sea a la derecha o a la izquierda, y han restado sus votos a los extremos. El bipartidismo es más fuerte pero menos decisivo que nunca en los últimos diez o quince años. Pero la única opción real de gobierno es con los extremos marcando el rumbo, decidiendo en función de intereses excluyentes y minoritarios.

En lo que se refiere a los partidos, en el PP, que ganó, el fuego amigo se plantea echar a Feijóo si no alcanza el Gobierno, lo que demuestra que es posible equivocarse muchas más veces. En el PSOE, los disconformes guardan un silencio culpable, los que no aguantan se van, pero la mayor parte sólo busca el cargo que le permita seguir, se vaya adonde se vaya.

En Vox, ya lo hemos visto, el control es férreo y el que piensa se tienen que marchar. No es muy diferente al resto y Espinosa no será el último en marcharse ante el bochornoso espectáculo y la falta de horizontes.

El independentismo está dividido y serán los prófugos los que decidan la investidura y el futuro de Cataluña, justo cuando Junts y ERC representan cada vez a menos catalanes.

La presión de Belarra a Yolanda Diaz pone en riesgo la unidad de Podemos y el oscuro futuro de un Sumar negativo. El PNV, la derecha más derecha de toda España, tan intransigente en muchas cosas como Vox en otras, se abona al «no es no» al PP.

Y Bildu se muestra vergonzosamente arrogante en el País Vasco y Navarra.

Y todo ello lo deciden unos pocos, sin preguntar a los militantes, sin contar con los militantes, sin pensar en ellos ni en los ciudadanos. Sólo el inefable Revilla se muestra en retirada, pero sin prisa en nombrar sucesor, porque reconoce que «la gente ya se ha cansado de mi».

Son los partidos los que ponen obstáculos a un modo civil de hacer política.

Solo falta saber quién tendrá la decencia de ponerse al servicio real de los ciudadanos, pensar en la España de dentro de unos años, no de unos meses, y gobernar pensando en las mayorías para no ser esclavo de las minorías. Eso también se llama calidad democrática y respeto constitucional.