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No sólo en muertos se mide el tamaño de una tragedia. ¿Cuántos más restan por sumarse a la cifra que viene dando a trozos el gobierno marroquí, siendo ya el terremoto dado por más intenso en la historia de ese país, aunque en el de Agadir, en 1960, murieron 15.000, hiriendo o tullendo a 12.000?... ¿Acabarán siendo 1.500 en este, sin contar los heridos que están sólo aplazando su muerte?... ¿Y acaso no son ya muertos en vida los miles que ven hoy su casa totalmente arruinada, su oficio enterrado, su negocio perdido o todo su futuro en el Barranco del Lobo Hambriento o en el estribor de una patera que será la única salvación de su vida ya naufragada?...

La tragedia que hizo cascote rincones de la medina de Marrakech y hasta mordió su vieja muralla de 18 kms no pintó igual, ni parecido o nada, en sus afueras turísticas, zonas ricas occidentales, las de hormigón y hotelazo donde al cliente europeo quizá le falte un buen vino o cerveza si su ladina dirección islámica prohibe el alcohol, pero nunca el piscinón, el mamoneo, la carne niña y el aire acondicionado que hace olvidar que ahí ya están escritas las puertas del tórrido desierto y de esa árida montaña huérfana de verdes donde la gente se deseca como ciruelas pasas o cebollas al sol.

Mientras, algún desalmado que cultiva aquí el viejo odio patrio de «al moro, leña y catecismo» hace ver su sentido del chiste complacido ante la fatalidad agradeciendo a la Providencia o a Alá este castigo por competir deslealmente con nuestra huerta y decir además que Ceuta y Melilla con suyas. 

Pero mi santa y yo volveremos no tardando a esos pueblos donde dejamos tendidos recuerdos guapos y asombros admirados, pueblos que se hacen balcón terroso camuflado en mitad de una ladera gigante, estribaciones del Atlas, Marruecos adentro, ahí donde el terremoto hizo daños enormes sin escatimar furias de averno contra la gente pobre cuya vida también se hace de barro y polvo en ese camino suyo a la felicidad empedrado de alacranes, esa gente sin foco por no vivir en Marrakech.