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De un personaje esperpéntico sólo cabe esperar esperpento. De una sociedad crispada hasta la irracionalidad no hay que esperar mucho más. Pero eso es una concesión inadmisible contra la convivencia, el avance, la razón, el sentido común. Convertir en esperpento la agresión y la violencia es una señal de alarma que debería poner en guardia toda persona de bien. Mas el carrusel infantil, irreflexivo y caprichoso en el que giramos alocadamente abre un espacio que se ensancha para abrazar a la demagogia y la charlatanería plantadas en prejuicios y rechazos viscerales. El radicalismo, hacia todas las dramáticas esquinas hasta donde puede avanzar, afianza sus reales en el encabezonamiento del prejuicio y ataca con la fuerza de un cabestro (y su nula capacidad de empatizar) cualquier argumento que presuponga no ya contrario, sino distinto.

Dramático es que sean las chicas adolescentes las que sufran un mayor aumento de la violencia de género, mucho más que buena parte de ellas no se identifiquen como víctimas. Y eso no es cuestión de siglas políticas ni de visceralidades pseudoideológicas. Save the Children lanza una angustiosa voz de alarma: la violencia de género está completamente instaurada entre muchos jóvenes, aunque es invisible. La organización considera alarmante que el negacionismo se extienda en esta franja de la población (la del futuro, ojo). Muchos adolescentes consideran que la violencia de género es una cuestión ideológica. Interpretable en términos de posicionamiento político. no parte escalofriante y creciente de su realidad.

Las causas son muchas. Desde luego están las redes sociales, herramientas de gestión de celos, control, chantaje y humillaciones. Y un acceso precoz a la pornografía que se traduce en una deformación de las conductas sexuales, y en una percepción de las mujeres en ese universo perverso que los niños y niñas normalizan mucho antes de ser conscientes de las aberraciones que implica.

El esperpento en el que se ha convertido en todo caso la lucha contra las agresiones y los abusos revela el drama de una sociedad tozuda, enrocado cada quien en su castillete, impermeable a la empatía o el diálogo. Que cultiva en los adolescentes un aterrador panorama.

La incapacidad de quienes mangonean el debate público para gestionar esta cuestión vital más allá del mísero rédito inmediato que les proporciona es repugnante.