Diario de León

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Recordaré siempre un partido épico entre el Real Madrid y el Inter de Milán. Aquel partido. Pon que era 1965; pon que no estaba yo en el estadio Giuseppe Meazza que llaman San Siro cuando juega ahí el Milan; pon que éramos más de cien los que seguíamos la retransmisión en directo del trascendental encuentro apelotonados junto a un aparato de radio que el fraile al mando autorizó encender en la sala de estudio del colegio en La Virgen del Camino; pon que se seguía la narración con un silencio reverencial sólo resuelto al final de cada jugada con un suspirón hondo de coro decepcionado si marraba el delantero, con un ¡uyyy! si asomaba un vicegol (así bautizó  Wenceslao Fernández Flórez  en Riazor al balonazo salido de criminal patadón que después escupía el larguero o la cruceta) o con un ¡gooool! de alboroto gigantesco si significaba la victoria con que finalmente se cerró aquella batalla y... hala, todos a dormir para seguir dando patadas a las sábanas en un sueño satisfecho... La pregunta es con qué pasión tontuela podíamos gozar de un partido de fútbol que salía ciego del transistor sólo dibujado con la vocinglería del locutor deportivo que se desgarganta como si le estuvieran matando a la madre. ¿Por qué gustar de un espectáculo hecho para la vista sin verlo? De allí me vino una teoría de la que no me apeo:  Más vale una palabra que mil imágenes . El narrador dice driblin, orsai, penalti o tuyamía-tuyamía-cabecina-y-gol, y en la mente de cada oyente se forma una imagen distinta. Una sola palabra y miles de imágenes fabricadas a la vez, lo dicho. Por contra, la imagen es una férrea dictadura para la imaginación y de ahí no se sale, no hay tu tía.

Aunque en la escuela éramos algunos del Bilbao por plantilla sólo oriunda sin extranjeros, aquel día del Inter me caí al Madrid  merengue , el equipo  blancotodo blanco  que hoy salta al campo y, de once, siete son  negros  (Vinicius, Bellingham, Rodrygo, Camavinga, Tchouameni, Alaba, Rüdiger), emigrantes que en este caso sí adoran. Y entonces se ennegrece la leche que mamé al echarle tanto café. Excesivo.

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