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Todas las ciudades tienen su fantasma. Una sombra que se alarga desde el pasado. Me refiero a esos edificios que significaron algo para la gente, que marcaron la línea del horizonte o el perfil urbano. Edificios que desaparecieron, derribados por la piqueta y vencidos por los nuevos tiempos, derrotados por el negocio inmobiliario o la especulación.

En Nueva York, la capital del mundo, la ciudad que no duerme nunca y donde los rascacielos se convirtieron en un símbolo del sueño americano, los derribos del Edificio Singer en Broadway, que fue el más alto del mundo entre 1908 y 1909, y de la mítica estación de Pensilvania provocaron una convulsión en la ciudad a mediados de los años sesenta. Desde entonces, existe un inventario oficial de lugares históricos protegidos.

En Madrid, el edificio perdido que más huella ha dejado en la memoria colectiva fue el legendario Hotel Florida; una construcción de doscientas habitaciones que durante la guerra alojó en la plaza del Callao a Hemingway y Dos Passos, a Martha Gellhorn y Robert Capa y al aviador mercenario André Malraux. El viejo Hotel Florida, con sus diez pisos y su fachada de mármol, el establecimiento que presumía de haber tenido a Chaplin y a Unamuno como huéspedes, resistió el bombardeo de la artillería franquista durante la guerra, pero cayó bajo el empuje del comercio. En 1964, la antigua Galerías Preciados compraba el inmueble, lo demolía, y levantaba en el solar un edificio de ladrillo, funcional y austero.

Y en Ponferrada, la ciudad desde donde les escribo, también tenemos nuestro fantasma urbano. El Teatro Edesa fue el primer cine teatro que Adriano Morán abrió en 1934. Y también el primero en caer, demolido en 1975, cuando el negocio languideció. Pero como ocurre en Nueva York, donde la sombra del cimborrio del Singer se proyecta sobre el tráfico de Broadway a poco que uno se deje sugestionar; o como en Madrid, donde si uno cierra los ojos en Callao aún se oyen los obuses que taladraron el Hotel Florida, en la plaza de Lazúrtegui de Ponferrada se escuchan en otoño las risas de los espectadores del Edesa, los pasos del acomodador en el patio de butacas, las voces dobladas de los actores de Hollywood. Y no hace falta cerrar los ojos. Solo hay que dejar que la lluvia te cale un poco.