Diario de León

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«Cuando la nieve baja, madura la mostaja». Y tal madurez ocurría por octubre, lo que, por supuesto, no siempre acertaba el recurso refranero, aunque la experiencia acumulada se acercase con notable frecuencia a la realidad. Octubre solía dejar ya las primeras nieves. Y con las nieves y sus consecuencia, la progresiva intensidad del frío que traía inviernos duros y prolongados. Uno recuerda aquellos inviernos de la niñez en la montaña minera como un estado de recogimiento pero también de intensidad festiva abierta a la imaginación y el juego. Ahora la nieve, y lo reconocí más tarde en Julio Llamazares, es la metáfora de la memoria.

En esa memoria, la prevención del frío. Se hacía la vida en la cocina y desde las cocinas económicas, siempre en alerta, se expandía el calor al resto de las dependencias. Muy escaso, es cierto, lo que siempre alentó formas y métodos para calentar las camas heladas. Ese es otro asunto. Lo cierto es que la vida, siempre al ritmo de los repetidos, casi con precisión, ciclos anuales, conducía a la rutina, igualmente repetida, de las exigencias de la prevención y preparación de lo que estaba por llegar. Pura mecánica del calendario.

Además de la recogida del té y del tomillo y otras hierbas benefactoras y domésticas durante las fechas finales del verano y los comienzos otoñales, eran también tiempos de escobas, que, secas, ponían el primer argumento del fuego para que lo continuasen las astillas sobre las que iría el carbón definitivo. La habilidad de la regulación del tiro sería fundamental para rentabilizar tanto el consumo como el calor. No eran aquellos tiempos de dispendios.

Ir a leña era una de las labores encomendadas a los niños de la casa. Conocíamos bien el monte. Palos y ramas secas, otras no tanto pero peladas, fejes atados con cuerdas, merienda sobre la marcha y a casa. Un golpe de hacha a la medida y al montón apilado de la reserva. Alguna ventaja tenía la mina en este sentido. Cabía la posibilidad de conseguirla hecha tarucos casi a medida de la madera sustituida en la entibación. Dos golpes de hacho en forma de cruz y después un hacha pequeña para desmenuzar la pieza en las astillas adecuadas. Un taruco detrás de otro, un día y otro hasta considerar que las reservas eran suficientes hasta en las peores previsiones del invierno. Hacer astillas formaba parte de los ritos infantiles: sin saberlo, éramos conscientes de que teníamos unas obligaciones en el entramado de aquel sistema de vida tan distinto.

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