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Se ha calculado el porcentaje de maldad que hay en el mundo. La cifra resultante es un miserable uno por ciento, que se vuelve enorme al pensar que andamos por los ocho mil millones de personas: eso quiere decir que unos ochenta millones de semejantes se dedican a extender la perversidad en nuestras sociedades cada día. Sobre lo que hace esa, pese a todo, diminuta proporción de la humanidad versan todos los informativos, miles de columnas, infinidad de nuestras conversaciones y chismorreos. Un uno por ciento de manzanas podridas, pero casi ocho mil millones de individuos que se llevan bien —o al menos lo bastante como para no agredirse como chimpancés— entre ellos: que acompañan a sus hijos al parque, respetan a los débiles y se sientan por ejemplo en una terraza soleada a leer tranquilamente en el periódico las hazañas de alguno de sus héroes cotidianos. No necesariamente deportistas: artistas, científicos o escritores. Hombres y mujeres que sobreviven a cada día sin perjudicar la existencia de sus semejantes, tratando de aportar su granito de arena al mar de todos.

«Somos básicamente un hatajo de animales buenos», concluía el estudioso de la mente Michael S. Gazzaniga en un libro donde se preguntaba por las cosas que nos hacen humanos. «Haz el bien y no mires a quién» sería la pauta de vida de la mayoría silenciosa, un lema hermoseado por religiones y moral pero plenamente vigente a tenor de las estadísticas. Casi «to er mundo é güeno», que diría Manuel Summers, pese a lo que parece si nos fiamos de los protagonistas de tantos de los sucesos que ocupan las primeras planas informativas: guerras, atentados o declaraciones del Foro de Davos. Pero no debemos olvidar que, en lo esencial, la Prensa siempre es de sucesos.

Aunque hablemos —no sólo en los periódicos— habitualmente de los hombres que muerden perros, porque la bondad no es noticia ni suele ser tema de conversación, a uno no se le ocurre una noticia mejor que esa: sigue siendo el mordisco del humano al cuadrúpedo lo que provoca nuestra extrañeza. ¿Se imaginan una sociedad en la que lo llamativo fuera la bondad, la solidaridad la excepción, el hacer las cosas como es debido lo que nos alarmase y llamase la atención? Eso significaría que el mal sería la regla, que el triunfo del bien se habría convertido en reseñable por su escasez. Viviríamos en un infierno inhabitable.