Luz de Irlanda
En el museo del Trinity College, en Dublín, un cartel recibe a los visitantes. Turning Darkness into Light anuncia el letrero desde lo alto de nuestras cabezas mientras entramos a conocer la colección de manuscritos medievales que el museo guarda en su interior. Los códices en los que los monjes irlandeses de los Siglos Oscuros convertían la penumbra en luz, iluminando en bellísimas páginas de colores sus mensajes de esperanza.
Todavía me cuesta creer que esté recorriendo estas salas, casi sin descolgar la mochila de mi hombro, después de un viaje rápido e inesperado. Ante mis ojos desfilan evangelistas imposibles, letras que ruedan en malvas y verdes, y cruces griegas que llegaron aquí cruzando el mar. Pangur Bán, el gato blanco, caza ratones por las páginas con la misma habilidad que su escribano, sentado a su lado, caza palabras encorvado sobre su mesa. Casi resulta imposible imaginar, que hace muchos, muchos siglos, en los viejos monasterios de Irlanda, en medio del caos y las invasiones vikingas, algunos monjes mantenían a duras penas una antorcha encendida bajo la lluvia.
En momentos de incertidumbre casi cualquier destello de la memoria se convierte en un indicio. Justo en otro momento crucial de mi vida, hace ya algunos años, llegaba también a Irlanda y, poco después de saltar del autobús, me acercaba al puerto de Galway, en la desembocadura del Corrib. Al otro lado del río, comenzaban a latir las primeras luces de las tabernas del Spanish Arch y, enfrente de mí, en la bahía, se estaría poniendo el sol si es que en Irlanda hubiera soles. El puerto olía como huelen todos los puertos y una bandada de cisnes mantenía sobre el agua un blanco que allí parecía un milagro.
¿Que qué acabé haciendo en un lugar como aquél? Lo único que podía hacerse. Sobre un monolito se acababa de inaugurar una placa con el poema que Louis McNeice había dedicado a la ciudad, y allí, sentado en un banco, y tal y como el suave orbayo me lo permitía, comencé a traducirlo al leonés.
Era el septiembre de 1939 y los nazis se abatían sobre Europa. En ese rincón, en ese fin del mundo que es Galway, McNeice cantaba: La nueche yera allegre/ cola música de la lluna/ pero Marte ruxía/ sobre los montes de Clare/ Y amanecía setiembre/ sobre los salgueiros y las ruinas.
La luz, esa luz que a veces duele, vuelve a visitarme en la isla del poniente y las nubes de piedra. Aquí, en el país donde acaba la tierra y empieza el mar. A la salida del Trinity, un ligero viento despeja un trozo de cielo por un momento. Por ahí, por esa puerta, en tan solo unas horas volveré a casa cargado con una mochila y un puñado de esa luz que ahora asoma entre las nubes; de la dolorosa luz irlandesa.