Silencio ante tanta crueldad
Es muy difícil asistir impasible al nuevo estallido de odio y muerte en la franja de Gaza entre israelíes y palestinos. Otra vez más, sin que la comunidad internacional sea capaz de poner fin a esa terrible tragedia que dura décadas y que ha acabado con la vida de miles de personas y con la esperanza de todos los que viven allí. Se puede, pero no se quiere.
Es muy difícil escuchar los nombres de mujeres como Nasrin Soutodeh, Sakinneh Ashtiani, Shirin Ebadi, Masha Amini, Mahvash Sabet, Mitra Farahani, Zeinab, Jalalian y tantas otras iraníes encarceladas, torturadas, privadas de sus derechos básicos o, en el mejor de los casos, obligadas a huir de su país y perder su tierra y sus raíces. A otra de ellas, Narges Mohammadi, encarcelada en la prisión de Evi, en Teherán, le acaban de conceder el Premio Nobel de la Paz, veinte años después de que lo lograra también otra gran mujer, Shirin Ebadi y justo un año después de la muerte de Masha Amini cuando estaba bajo custodia de la policía. Narges ha sido detenida trece veces y condenada cinco. En Irán, hoy, año 2023, es legal lapidar, torturar, ejecutar a menores de edad, realizar amputaciones por hurtos y robos, dar latigazos a mujeres --148 a Nasrim, 154 a Narges--, meter a las presas durante semanas en celdas de aislamiento donde sólo se pueden dar tres pasos en diagonal, dejar a una madre sin ver a sus hijos durante ocho años... Todo eso es legal. Como lo es cerrar comercios, detener a familiares, obligarles a denunciar a los suyos, prohibir el acceso a los estudios universitarios a determinadas minorías o encarcelar a quien se niega a ponerse el velo. Son las mujeres, las valientes mujeres iraníes las que están dispuestas a perderlo todo por defender su libertad. Y --como en el caso de Afganistán donde las mujeres ya casi no son consideradas personas ni tienen derechos-- la comunidad internacional, los países con gobiernos progresistas o conservadores, los movimientos feministas y las lideresas de los partidos de izquierdas o derechas guardan un silencio culpable, miran para otro lado y dejan que se consolide un terrible atentado contra la vida y la libertad de las mujeres que dura ya décadas.
Es muy difícil tratar de explicar que la Unión Europea en su reciente cumbre de Granada haya sido incapaz de llegar a un acuerdo mínimo sobre la inmigración, un fenómeno que sí o sí va a cambiar el mundo que conocemos. Aquí y en Estados Unidos. Aquí, decenas de miles de africanos van a seguir cruzando el Mediterráneo aunque corran el riesgo de morir, después de recorrer miles de kilómetros en manos de las mafias y con Gobiernos que abren o cierran las puertas según lo que reciban o exijan.
«Nadie debe permanecer en silencio ante tanta crueldad», dijo la reciente Nobel de la Paz. Esos sí que son problemas urgentes que nos afectan o nos deberían afectar, que nos avergüenzan como seres humanos, como personas. Y aquí estamos acongojados por dar satisfacción a un fugado que vive del dinero de todos y a unos pocos que quieren ser los ayatolás de su tierra, administrar la libertad y quedarse con la herencia de todos.