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Mondoñedo es un lugar de resonancias míticas para los que hemos leído alguno de los relatos o de las novelas fantásticas de Álvaro Cunqueiro. En Mondoñedo, la ciudad de la catedral arrodillada (así la llaman porque sus torres chiquitas apenas levantan un palmo por encima de los tejados de las casas), la villa de los chamarileros, imaginó Cunqueiro muchas de sus historias de encantamientos, de soldados y sirenas.

A la Tierra de Miranda, muy cerca de la ciudad, por ejemplo, llevó el autor gallego al mago Merlín y a la reina Ginebra, exiliados de Camelot. Y en la ciudad de Mondoñedo, si la memoria no me traiciona, en un mercado callejero, encontró en una ocasión el director de los museos de Ponferrada, Javier García Bueso, una colección de cristales estereoscópicos que luego cambió por veintiséis imágenes en tres dimensiones de la capital berciana a principios del siglo XX. Todo un tesoro.

Así que cuando Pepín ‘Villarejo’, el último propietario de la no menos mítica Ferretería Villarejo, abierta desde hace ciento veinte años en la plaza Mayor de Bembibre, me dijo que todavía vendía almadreñas negras de Mondoñedo —galochas las llamamos a este lado de la frontera— imaginé que esos zuecos de madera, como las zapatillas rojas del cuento de Andersen, tenían que estar tocadas por la magia, barnizadas con la imaginación fecunda del autor de Merlín y Familia , que una vez tiñó de oscuro las escamas de la cola de una sirena porque estaba de luto.

Observé la madera tiznada, el pico de la albarca, la curva frontal o el papo también la llaman, la capilla que cubre los dedos, la boca donde meter el pie y el flequillo que rebaja la boca, para hacerlo más fácil. Me detuve a mirar el recio calcañar, en la parte trasera, y cuando palpé los tarugos, cubiertos por tacos de goma, me di cuenta de que caminar con semejante calzado no era para novatos, ni para pies endebles. ¿Qué no harían nuestras abuelas y nuestros abuelos si les tocaba bailar en el barro con las almadreñas mágicas, hasta que se fuera la orquesta?

Entonces Pepín me dijo que me iba a hacer un regalo. Y yo ya me veía caminando hasta el infinito con las almadreñas de Cunqueiro, bailando como un maldito, cuando Pepín, qué prosaico, me ofrece unos chanclos de goma, como los que protegen a los zapatos de la lluvia.