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El paladar de uno no está capacitado para admitir la mermelada antes de llegar a los postres. Tampoco goza de gustos exquisitos ante la gran pantalla, por lo que apenas duda entre poco más allá de un Chuck Norris o el nunca bien valorado cine vietnamita. Ya conté en alguna ocasión que pertenezco a esa inmensa mayoría de españoles que cada noche se va a la cama con la asignatura pendiente de no haber leído el Quijote completito y sin atajos.

Quizá, por ello, debo reconocer que no he pasado del aperitivo en la lectura de las obras de Luis Mateo Díez. Días del desván y otro título que se vio apartado de la mesita por una urgencia y ya no regresó tras leer unas decenas de páginas.

Pero me creo obligado a hacer lo que tantas veces hacemos los periodistas, opinar de lo que no sabemos. El evento lo merece. Y más en este contexto.

La obra de Luis Mateo Díez recibe a diario todas las estrellasmichelín y solesrepsol de los que sí tienen buen paladar y rehúyen de los best-seller con los que tantos buenos ratos paso. Y resulta llamativo que se otorgue el Premio Cervantes —el más valioso de las letras españolas— a un hombre que vive sumergido en sus libros, ajeno a las peripecias de las pugnas, casi a vida o muerte, que tanto gustan en este país, sobre todo tipo de asuntos. El galardón al lacianiego tiene ese valor notable de ser otorgado a un escritor por eso, por su capacidad de juntar letras para crear. Sin nada más. Sin que pague peajes...

En las calles y en las charlas se palpa de nuevo —casi es permanente— esa sensación de preguerracivilismo, de esas dos españas incapaces de mirar al otro con respeto. De nuevo, los rojelios y los cayetanos, las etiquetas intentando desautorizar, acallar al otro, con una actitud que atufa a totalitarismo. De defensa numantina de los propios, de esas ideas que en ambos lados les otorgan todas las prebendas necesarias para creerse omnipotentes y con sabiduría absoluta. Sobran ejemplos sobre sectarismos. Incluidos en la concesión de premios en un país que suele generarlos en una cocina de nepotismos e intercambio recíproco de prebendas.

Escuchando gritar a unos y otros es quizá la mejor forma de mirar hacia Celama, ese mundo imaginario de Luis Mateo Díez que lleva a lo onírico, a la dulzura de la mermelada y a creer en que al final ganan los chucknorris ...