Alzamientos
Madrid, donde empieza casi todo y acaban rompiéndose las olas de España, acunó estos días gritos de alzamiento contra otro alzamiento, el de bienes y perdones que el catalán exige en pacto suscrito entre socialistas y las «creaturas» herederas de Pujol. Lo de alzarse es manía cíclica de este país: Viriato, Pelayo, Móstoles, Pavía, Sanjurjo, Franco, Tejero... Nada nuevo. Abascal estaba en ese grito de algarada, dijo, para defender a los españoles de la invasión. ¿Viene Napoleón con barretina? Levantémonos, alcémonos, metedlos en prisión, vocea la calle atizada (y menos mal, lo de Vidal Cuadras parece iraní y se chafó ver ahí un «calvosotelo»). Pero un eco que llega de colina serena replica: Subíos antes a un pino verde por ver si divisáis horizonte en medio de estos humos que ciegan los ojos... aunque por ahora sólo se divisa el polvo del coche que llevaba un día a Puigdemont en el maletero y hoy conduce él mismo... alejándose a su nación de unilateralidades.
Nostalgia madrileña del último Alzamiento en la calle Ferraz con aguiluchos en las banderas como pollos sin cabeza. Folklore de la ira nazional. Poco que temer ahí. Los verdaderos alzamientos no se tejen en la calle vocinglera, sino en el secreto de una sala de banderas o en una mansión de las afueras o en un pabellón real de caza, siempre lejos de miradas inconvenientes y jamás con secretario de actas, aunque este último alzamiento catalán de bienes lo es parcial a la vista, con relator internacional a la fuerza y en papel mojado con lagrimita y baba en buena parte, lo que le resta condición de dramática sorpresa dejando lo mayor en un «hasta ver» que podría acabar siendo la mitad de la mitad, eso en lo que queda tan a menudo la grandielocuente promesa política, pues de política dicen que sólo se habla ahora... ¿y se hablará mañana? A ver. Hasta ver. Lo cierto es que lo hecho, hecho está; y escrito queda. Relájese el ruido. No podrá haber tantísima cesión y antes de dos años el pacto se irá al cuerno quedando mucho «en lo hablado, como en la escuela de Mora», nos tranquiliza Sócrates.