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Mucho antes de cumplir los cien ya era consciente Victoriano Crémer de ver sólo muertos en la nómina de sus afectos y cercanías. Había enterrado a todos sus quintos, y hasta séptimos, con quienes compartió nivel, época, cariño, humor... fulminada toda su generación, lo que no le impedía vivir con cierta sorna y clarividencia postrimera y hablar con las ausencias que le eran habladoras. Se mueren los quintos, pero se mueren también las ganas conforme van faltando fuerzas y presencias. Y si ante la muerte uno está siempre solo, desvalido, no es menos cierto que vamos a ella ya entrenados, otras soledades fueron tejiendo ese capullo-mortaja que exige la posición fetal de la crisálida vana que irá a dar a «la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano», que dijo Miguel Hernández llorando al amigo Ramón Sijé.

De la muerte no se habla. O no se debe hablar. Siempre es inoportuno o gafe citarla. Pero este país tan novio de lo fúnebre -el seguro de decesos es el que más- estuvo poblado por miles de cofradías penitenciales que en muchos pueblos atendían al buen morir, al derecho de todos a ser velado su cuerpo y a enterramiento digno, mutualidad popular donde ser pobre o mísero no era del todo excluyente, aunque también es cierto que desde muuuy antiguo nadie se priva de distinguirse y ostentar especialmente en la defunción; ¿cuánto hace que se inventaron las exequias de catafalco y muchos cirios, el mausoleo ostentoso, la misa de tres curas con casullas negras y el requiescant de párroco aldeano a la carrera si el difunto era humilde o de socorro?...

Pero de la muerte, del irse, hay quien quiere hablar. Se hizo hace poco en mesa redonda,  Cómo vivimos el proceso de morir en León , ideada y moderada por el doctor Norro, pura pasión y convicción hablando de lo que pasa ahí porque es la voz en León de la fundación sin ánimo de lucro  Metta Hospice  que ofrece voluntarios para acompañar en la muerte a quien así lo solicite. Me habló de esto y aquí me dispongo a otra galerada porque hay que contarlo.