Cerrar

Creado:

Actualizado:

Nunca se me borró de la ajada libreta de mi memoria infantil la cara de una anciana menesterosa que solía sentarse a la puerta de la iglesia de Renueva, en el suelo, envuelta en ropón astrado y que al paso de la feligresía humilde de barrio o empingorotada de acomodo repetía algo que sonaba a campanilla de cartón, «por caridad, una caridad», mientras la inmensa mayoría de los que entraban o salían de misa ignoraban el drama tendido a sus pies alzando la vista a ninguna parte o metiendo sordera al oído. Sólo alguna peseta viuda y perra gorda o chica lo que más tintineaban en el calderillo que sujetaba con una mano engarabitada por la artrosis.

Por caridad, una caridad.

Si además era tiempo de frío cazurro entrado en nieblas pascuales, la estampa rompía el corazón a quien tuviera un mínimo de sensibilidad o compasión, nunca tantos. Tragedia ajena. Pocas cruzan nuestro umbral de atención, muchas menos nuestro portal y ninguna nuestra puerta.

Conmueve hoy, sin embargo, que la Navidad cada vez más atempranada, instrumentalizada y que estalla en luces proclamando abundancias y compraventa de alegrías huecas nos despierte cierta culpa o lástima hacia quienes no compartirán tanta fiesta y brilli-brilli o ni siquiera un plato, moviendo a una caridad noble que quizá representa como nadie esa institución llamada Banco de Alimentos. Hemos visto estos días en los súper sus recogidas y admira la dedicación que a ello destina un voluntariado anónimo que pide y necesita urgentemente ser ampliado y que sólo ve pagado su esfuerzo desinteresado con la generosidad no menos anónima en la que sí destaca en compasión una gente, la que conoció la miseria, una posguerra o lo precario, gente mayor mucho más que gente joven, gente incluso justa de bolsa que deja ahí sus legumbres, lácteos, conservas, dulces... o ese aceite que hoy hay que bajar de las nubes de lo carísimo... y sin hacer caso de quienes omiten ese auxilio propalando que después los pobres desprecian o se lo llevan emigrantes sinvergüenzas.