Otra vez el tren
Mientras escribo estas líneas, tengo ante mí la foto familiar más antigua que conservo. Un día la encontré en un cajón, cubierta de polvo, en la casa que fue de mis abuelos en la Robla. Después la traje para ponerla aquí, como un tesoro, sobre mi mesa.
En ella aparecen unos tatarabuelos míos acompañados por tres de sus hijos. Es una foto de estudio, con un decorado barroco desdibujado por detrás. Ya se sabe, una de esas fotos de finales del siglo XIX donde los miembros del matrimonio, o a veces solo el hombre de la casa, posaban sentados con cierto aire de majestad (era cuando los hijos trataban a sus padres de usted) y su prole los rodeaba. En esta foto mía los hijos ya no eran tan niños: ellas, a los lados de los padres, y el chico, un cura hecho y derecho, tras ellos, vestido con sotana y el sombrero de teja entre las manos.
Pero quizás lo que más me llama la atención de esta foto sea la boina de mi tatarabuelo. Algo más grande que las que se estilaban en el país, y que quizás él trajera de Vizcaya unos cuantos años antes. Los años en el que aquel hombre hizo el hato, cerró la puerta de su casa, y se echó a los caminos cruzando montes y riberas. Un camino que hizo para llegar desde Guernica a los altos valles del Bernesga y, como un dios antiguo, poner sus manos y una maza al servicio de la construcción de aquel invento que iba a cambiarlo todo: el camino de hierro, el ferrocarril que tenía que salvar aquellos montes y unir a León con Asturias.
Era mi abuelo el que solía contarme a mí esta historia en la Robla. Y yo miraba para la Peña del Asno, y me imaginaba la epopeya de aquel hombre, el abuelo de mi abuelo, viajando desde su tierra a través de la Cordillera Cantábrica. Hace siglo y medio, aquellos caminos eran transitados apenas por alguna diligencia y por mucha gente a lomos de caballerías. También me contaba mi abuelo que, antes de que llegara el tren, las montañas que allí delante nos separaban del mar eran una muralla contra la que luchaban como podían los arrieros, cargadas sus mulas de todo tipo de cosas. Las mercancías pasaban, sí, pero de aquella manera. Contra aquel rompeolas se estrellaba el progreso que, en los años del ochocientos, avanzaba imparable por el resto de Europa. Y fue entonces cuando vino el tren a cambiarlo todo.
Veo en la foto la cara de mi tatarabuelo, su nariz vasca, su boina más grande de lo normal. Un hombre ya de cierta edad. En la época en la que se hizo esa fotografía ya habría dejado su oficio de cantero y habrían quedado atrás los tiempos en los que perfilaba las piedras con las que se construyeron túneles y puentes. El tren ya pasaría por delante de su casa en la montaña mientras él, con la boina entre las manos, lo vería pasar como un milagro recordando tanto trabajo y tanta vida.
Ahora ya han pasado más de cien años y esta semana se ha inaugurado una obra con la que esas montañas, esa barrera durante siglos infranqueable, quedan a merced de unos minutos de viaje. Miro para esta foto que me contempla y pienso en mi tatarabuelo, y también en tantos otros que entregaron su trabajo al ferrocarril durante más de un siglo para que ahora lo volvamos a ver cruzando montes y riberas de nuevo como un milagro.