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Siempre me he preguntado por qué los actores y las actrices de comedia solo reciben reconocimiento de la crítica, en España pero también en Estados Unidos, a partir de que actúan en dramones. Así ocurrió con Concha Velasco, extraordinaria actriz de comedia, pero que hubo de interpretar Tormento (1974), Pim Pam Pum … fuego (1975) y Teresa de Jesús (1984), entre otras historias intensas, para alcanzar el aplauso «serio». Hace unas semanas volví a ver Los que tocan el piano (1968), y me desternillé como lo hice de adolescente. Mi mujer se sorprendió de que recordase escenas enteras, como la de Tony Leblanc haciéndose pasar por dentista. ¿Es más fácil para un actor o una actriz hacerte reír que llorar? Rotundamente, no. Para llorar basta con que te pise un elefante, echarle un vistazo a la factura de la calefacción o imaginarte a Puigdemont siendo recibido en Moncloa. Hacer reír conlleva gracia y Gracia. Mucho más difícil, no hay color. Pero la subestimación de lo divertido viene de muy lejos en nuestra cultura. «Cervantes es muy divertido, pero para pluma la de Góngora…, se decía en el XVII. Y el caso es que don Luis tuvo su lado tronchante. El magistral Groucho Marx solo recibió un Óscar, en 1974, y honorífico. Algo es algo, pero ¿acaso Una noche en la Ópera no es una obra maestra? Pues para que le hubieran dado una estatuilla al mejor actor tendría que haber interpretado el papel de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo . Y para hacer reír también hay que sudar la camiseta. En efecto, para llorar basta con que King Kon te dé una palmadita en la espalda.

En sus memorias, Miguel Gila pedía no confundir a los contadores de chistes con los humoristas. A cada cual, sus galones. No todos juegan en la misma liga, ni todas las risas son iguales, aunque suenen «ja ja ja». Ojalá España entrase en un siglo de oro de lo cómico, como ya tuvo una edad de plata del humorismo, que los expertos comparan a la Generación del 27.

Nacemos sabiendo llorar y lo aprendido por ciencia infusa nunca se olvida. Lo importante es no perder la costumbre de reír. Ayer me dijo mi mujer: «¿Por qué no te apuntas conmigo el año que viene a Tai Chi?» Todavía estoy con la risa floja. Ah, el humor conyugal.