Diario de León

Alberto Flecha

Truchas como las de antes

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Dicen que ya no hay truchas. O por lo menos truchas como las de antes.

Creo recordar que se llamaba Bernard el pescador francés que, sumergido hasta la cintura, ondeaba la caña sobre su cabeza en uno de los recodos más escondidos de ese trozo del río Órbigo que hay entre Cimanes y Llamas. Así lo descubrí yo, hace muchos años, rodeado de chopos. Un hombre de unos cincuenta años que se movía en silencio y que, de vez en cuando, me lanzaba miradas de reojo. Poca gracia parecía hacerle el rapaz que le miraba desde la orilla haciéndole coro en su silencio. Yo no había visto pescar nunca de aquel modo, con los aparejos danzando en el aire, como si de un látigo rompiendo el aire se tratara. La gente de aquí solía pescar de otra manera y yo recordaba a mi padre, sentado, sujetando con sus rodillas a un gallo, en el corral, para quitarle algunas plumas con las que decorar anzuelos y fabricar con ellos mosquitos y ninfas de vivísimos colores. Eran dos formas de tratar de burlar a este pez inteligente y vivo; la del gabacho, haciendo bailar el cebo por el aire y dejándolo caer frente a los ojos del animal o la de aquí, que consistía en arrojar ese reclamo deslumbrante en forma de insecto al agua y llevarlo brincando bajo la superficie para provocarlo.

Que este último modo es el tradicional en esta tierra de León nos lo indica ya el Manuscrito de Astorga, de 1624, que es todo un manual para fabricar anzuelos para la pesca en forma de moscas de colores. Y de que la delicada carne de la trucha fue de una importancia extraordinaria en este país de ríos y regueros nos avisan innumerables regulaciones que se hacían a su pesca ya desde la Edad Media.

Tantos ríos y tantas truchas. Truchas, algunas, casi legendarias. Alguna vez alguien me habló de un viejo pescador de la zona de la Garandilla que decían que hablaba con las truchas. En una ocasión, se enteró en la taberna de que, en una parte del río que hay entre Benavides y Hospital, se escondía una que, según aquellos que la habían visto, no debía pesar menos de ocho kilos. Por lo visto, el pescador dio un respingo. Esa trucha será mía, se dijo para sí mientras dejaba el vaso vacío y unas monedas sobre la mesa. Ni siquiera esperó a que amaneciera al día siguiente para coger su bicicleta y sus aparejos y salir para aquella zona del río. ¿La pescó? Muchos vieron aquel día al pescador paseándose por las riberas con la caña en la mano y una mirada de halcón en los ojos. Incluso Lalo, el de Turcia, lo llegó a ver poco antes del oscurecer luchando con algo que le había entrado al anzuelo. Eso era lo último que se supo de él. Eso y que pocos días después apareció su caña y algunas prendas flotando a la altura de Veguellina.

Esa historia siempre me había impresionado. Incluso me hubiera gustado contársela al francés cuando se acercó a mí, después de un rato sin pescar nada y se presentó como pudo. Nuestras lenguas eran ajenas, así que él terminó alejándose con una sonrisa. Era tiempo de primavera y, a esa hora del atardecer, las hojas de los chopos dejaban pasar una luz quebrada que brincaba roja sobre las ondas del río. Mientras me alejaba en mi bicicleta, quería pensar que nunca llegaría el invierno. Y también que nunca dejaría de haber truchas como aquellas; las de mi infancia y las de mis sueños.

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