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Conmoción en Francia. Un libro con 250.000 ejemplares vendidos -Dios, la ciencia, las pruebas- quiere demostrar la existencia de Dios partiendo de los últimos avances científicos. Lo escriben un ingeniero, Michel-Yves Bollorés, un empresario, Olivier Bonnassies, y lo prologa un Nobel de Física, Robert Wilson, descubridor de la radiación de fondo de microondas que prueba el Big Bang, aquel reventón de una minúscula canica «tamaño cero» del que nació el universo. Pero, ¿qué o quién había antes, qué o quién lo creó? Si algo es creado, ha de haber creador, dijo en simple el de Aquino. Pero igual que la ciencia no puede demostrar la existencia de Dios, tampoco puede demostrar que no exista. Se reabre, pues el eterno duelo enre la razón y la fe, la ciencia y la religión.

Dios nació cuando el hombre sin ciencia y sólo creencia lo creó... a su imagen y semejanza, claro. La fe, dice Gustave Thibon, no es creer, sino crear lo que no vemos. Se necesitaba un ente superior para que la voluntad y la pasión humana no fueran la única norma; y esto, en principio y en su fin, no está mal, al contrario, ¡gran hallazgo!, aunque derivó en que cada cual quiso tener su dios y así nacieron las religiones, las castas sacerdotales, los reyes «por la gracia de Dios» y el matar en su nombre como precepto y atropello legítimo.

Desde mi orfandad agnóstica espero, y nada me alegraría más, que la ciencia demuestre un día la existencia de Dios. Sería lo más grande y luminoso en toda la historia del hombre; ¡por fin una certeza y una regla superior disolviendo el caos terrorífico de la existencia! Temo, sin embargo, que si eso sucede, cada cual sostendrá que su dios es el único y verdadero: Yahvé haciendo llover azufre ardiendo sobre Gaza, Alá reventándose en mezquita o mercado con cinturón de trilita, el Dios cristiano roto en cien sectas y remontando patíbulos de Inquisición... Aceptar un solo Dios está a más millones de años luz que el Big Bang. Y al final, lo de aquel vasco: Oye, Pachi, ¿tú crees en Dios?... ¿y quién es Dios?, respondió... ¡ahivalaostia, pues el de Mecagüen!...