¡A Belén, pastores...!
Hacíamos las navidades con villancicos, musgo, un poco de turrón y unas exóticas mandarinas. No había más brillos en la calle que las estrellas relucientes urdiendo la helada. El ‘nacimiento’, nunca llamado belén en mi casa, ocupaba el fogón de la cocina de invierno primorosamente montado con figuritas de plástico, piedras de carbón espolvoreadas de harina, para simular la nieve en las montañas, arena para el desierto y un río hecho de papel de plata con las envolturas del chocolate. Belén de Palestina formaba parte, sin yo saberlo, de ese mundo simbólico en miniatura.
‘A Belén, pastores; a Belén, chiquillos...’, cantábamos al calor de la cocina de carbón. Las ovejas y los pastores encajaban a la perfección en el ambiente porque además eran parte de nuestra vida. Lo único que chirriaba era el amenazante Herodes persiguiendo a los niños y niñas recién nacidos. Ahora Herodes es Netanyahu.
No éramos conscientes de que Belén, en realidad, era parte de un escenario de guerra permanente. En 1967, con la Guerra de los Seis Días, quedó bajo el dominio de Israel, aunque desde los Acuerdos de Oslo de 1995 la Autoridad Palestina se hizo cargo de su administración. Ese Belén que es nuestro santo y seña de la Navidad, ha cancelado este año sus celebraciones en solidaridad con Gaza. Y porque el balance turístico es casi cero gracias al bloqueo de Israel.
‘A Belén, pastores; a Belén, chiquillos...’ cantábamos a ciegas, sin conocer el camino y viajando a través de la leyenda de la mano del rebaño que abría el camino a gentes de todos los oficios y condiciones y, finalmente, al séquito majestuoso de los Reyes Magos de Oriente. Es un relato fantástico que perdura en nuestro imaginario por encima de cualquier noticia actual de la guerra. Una verdad vestida de una gran mentira a la que no hacen ni la más mínima sombra las noticias de la masacre diaria de Gaza, con casi 20.000 víctimas mortales, la mayoría menores. El Belén de nuestra Navidad y Belén de Palestina son dos realidades disociadas en nuestra mente. Los separa «algo tan hondo y desolado como una franja abierta en el corazón», como escribió Julio Llamazares en un poema de La lentitud de los bueyes (1979).
Esta noche de buenos deseos, sería maravilloso que aquel mundo en miniatura se transformara en una estampa real. Que los pastores se convirtieran en los guías de ese camino por la paz a Palestina y sus rebaños volvieran a surcar las cañadas para esparcir la biodiversidad en este planeta en crisis. Que encontráramos las «monedas verdes de esperanza» de aquella «raza de pastores que perdió su libertad cuando perdió sus ganados y sus pastos». Desgraciadamente, vivimos el canto del cisne de un mundo ciego de abundancia. Desde las ciudades más presuntuosas a los pueblos más humildes lanzan destellos, una especie de llamada de auxilio luminosa, una ilusión de paz envuelta en papel de regalo.