César Alierta
El último whatsApp que recibí de él tenía fecha del 23 de abril del año pasado, y decía: «Buen día de San Jorge, con un abrazo, Luis». Mi contestación fue: «¡Viva Aragón. Un abrazo, César». Y él, que sabía muy bien que el mundo no terminaba en el valle del Ebro, me corrigió con grandeza: «Y el resto de España».
La última vez que nos vimos, frente a frente, fue en su última etapa en la Fundación. Me acompañaba Ernesto Sáenz de Buruaga y, en algún momento, nos pusimos a cantar jotas picantes. De esas de letras bestiales, que sólo se pueden cantar con personas de absoluta confianza, siempre y cuando no haya micrófonos y peligro de grabaciones. Ernesto, que es de Miranda de Ebro, y muy correcto, nos observaba con asombro. A la salida —César siempre acompañaba a sus visitas hasta la puerta del ascensor— las personas de secretaría nos lanzaban divertidas miradas.
Nos conocimos en la primavera avanzada de 1977. Su hermano mayor, Mariano Alierta, se presentaba en la candidatura de UCD por Zaragoza, en la que también me había enrolado José Ramón Lasuén, e hicimos la campaña electoral por la provincia. De vez en cuando, aparecía el hermano más pequeño —cinco años de diferencia— César, que casi siempre traía su campechanía habitual y, en bastantes ocasiones, una botella de vino, de Borja o Cariñena.
Nunca fuimos amigos íntimos, y siempre me sentí cerca de él. Fue el gran impulsor de Telefonica —sin acento esdrújulo— y convirtió una empresa grande en una gran empresa. No sé si los accionistas y sus sucesores se lo han reconocido, pero a él le daría igual, porque no era soberbio, ni presumido, ni se vanagloriaba de nada. Siempre tuvo esa retranca de agricultor aragonés, que sabe que hay que cavar, porque no todo viene del cielo. Adiós César, y recuerdos a Juana, tu madre, y a Cesáreo, tu padre, que fue un buen alcalde de Zaragoza.