Orgullosa, no; satisfecha
Tuve el placer de conocer a Licinia el pasado verano. Fue un atardecer maravilloso en Babia. En su pequeño jardín al lado de la que fue cantina, tienda y hasta sala de fiestas en Peñalba de los Cilleros, nos dio conversación tras ver el documental ‘Ecos de la memoria. Mujeres rurales leonesas de la posguerra’, que acababa de presentar en la antigua escuela, primorosamente restaurada, la joven leonesa Elisa García Álvarez.
Licinia es una de las protagonistas junto con Regina, María y Pepa. Cuatro mujeres corrientes, cada una con una vida singular y una personalidad que las hace únicas y a la vez emblema de una historia colectiva que es necesario contar y preservar porque el tiempo apremia. Mujeres como estas babianas, o la pastora Marina Vilalta, que a sus 96 años aún saca al monte un pequeño rebaño de 40 ovejas en el Pirineo gerundense, forman parte de los últimos vestigios de un mundo que ya se acabó.
El documental se proyectó este viernes en el ILC y fue un éxito. La sabiduría, la gracia y a veces la honda tristeza que destilan sus vidas colmaron las expectativas. Elisa nos ha regalado, con frescura juvenil, las voces y experiencias de unas mujeres sencillas cuya vitalidad nos ilumina y con una sinceridad que a veces nos ahoga. Tan de actualidad, que hasta los trastornos de salud mental salen a relucir de manera natural, con el dolor de quien sufre una depresión crónica, como Pepa, y la compasión sin paternalismo de su hermana.
Licinia, la única que aún vive, no quiso verse en la pantalla en público. Como todo en la vida, lo hizo sin dar la más mínima importancia a la brega cotidiana y a la lucha por la supervivencia. Me llamó la atención, aparte de su cariño y desparpajo —es como la madre de los pocos habitantes del pueblo— el valor que dio al trabajo de la universitaria y el consejo de que lo exigiera valer que «para eso te estrujaste los sesos» (toma nota, Elisa). Esa sororidad que para Licinia no tiene palabra pero que practica con la misma ley que prestaba su local para que el peluquero cortara el pelo a los vecinos en aquellos tiempos de subsistencia. El mismo valor que los tratantes del ganado sellaban con un fuerte apretón de manos, la conrobla.
Licinia, como casi todas las mujeres de su generación en zonas de montaña, fueron y son niñas de vecera, mozas de maja, madres ubérrimas, esposas que se pusieron al mando como María para que su hogar no naufragara por culpa del alcohol y ancianas que dan un ejemplo de fortaleza infinita en su fragilidad. La estampa de Regina, mientras enfila una cuesta apoyada sobre dos bastones y enfundada en un abrigo para repeler el frío, es la imagen viva, aunque ya se haya ido, de esa resistencia que a veces tanto nos hace falta.
Ojalá lleguemos a la edad de Licinia y digamos, como ella, estoy «orgullosa, no; satisfecha». Porque de eso trata la vida.