Puigdemont y el terrorismo
España se juega fácilmente, demasiado, con algunos conceptos que son muy serios. Y se retuercen las presuntas verdades jurídicas dando por hecho que todo es interpretable, empezando por tantos artículos de la Constitución que sufren auténticos zarandeos cada vez que conviene a una u otra coyuntura política. Así, con el fascismo, con la idea del golpe de Estado o con el terrorismo. ¿Qué es terrorismo, cuáles son sus límites? Lo plasmo aquí porque, por supuesto, nos lleva a la polémica de moda: ¿Puede alguien como Carles Puigdemont estar incurso en un delito de terrorismo? La cosa, claro, tiene su importancia: nada menos que poder o no hacer legal la amnistía para los implicados en el ‘procés’.
El juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón fue el primero que pretendió, pretende, involucrar al expresident de la Generalitat, hoy sostenedor del Gobierno de Pedro Sánchez, en una causa de terrorismo por el ‘caso Tsunami’, conectado con aquellos acontecimientos en Cataluña de octubre de 2017. ¿Es ‘tomar’ un aeropuerto terrorismo? Y, ¿se puede considerar homicidio, aunque sea accidental, la muerte por fallo cardíaco de alguien impresionado y afectado por esa toma?
Desde luego, no soy jurista ni pretendo serlo. Pero uno, en el ejercicio de esta profesión de pretender situarse en una cierta equidistancia, con la perspectiva de buscar un mínimo sentido común, va aprendiendo que, por lo visto, aquí nada es absolutamente cierto o incierto. Puigdemont me parece uno de los grandes peligros para la estabilidad del Estado, y creo que, en la búsqueda a toda costa de su alianza con él, Pedro Sánchez está poniendo la estabilidad democrática y constitucional de la nación en un muy delicado equilibrio. Pero mi verdad, aunque hasta duela expresarla, es que difícilmente se podrá acusar ante un tribunal internacional a Puigdemonto al conjunto del ‘procés’, incluyendo los excesos de los CDR, de terrorismo.
Porque terrorismo, aunque se pretenda traer a colación ejemplos de otros países, no es a mi criterio, lo mismo que desórdenes públicos ni alteraciones callejeras. Tampoco, desde luego, lo es tratar de destruir un ‘statu quo’ político y constitucional si no hay acciones violentas aparejadas. A eso se le puede llamar sedición o rebelión, que en el antiguo Código Penal era algo muy serio, y que estaba poco y mal delimitado; hoy la sedición ya no existe y de rebelión nadie habla, olvidando viejas disquisiciones leguleyas. Eso ha sido lo verdaderamente grave: desmantelar un delito tan dañino como el de la sedición, atenuar el de malversación, amnistiar lo que difícilmente es amnistiable según la interpretación más lógica del artículo 62 de la Constitución. Pero tratar de conducir el terrorismo a esos campos parece algo difícilmente sostenible, por muchos méritos jurídicos —le conozco y pienso que los tiene— que se le atribuyan al tantas veces polémico (y tantas veces prestigiado) García Castellón.
Cosa diferente es la descalificación sufrida por el magistrado desde alguien relevante en el Gobierno. Creo que la vicepresidenta Ribera es una de las figuras más sólidas del Ejecutivo, pero, desde luego, se metió en un charco al sugerir veleidades partidistas en la actuación del juez de la Audiencia Nacional. El PP pide por este motivo, y va a seguir haciéndolo esta semana, el cese de la responsable de la política energética del Gobierno, y no lo va a lograr, claro.
Ahí tenemos un frente de batalla político más, y de nuevo el poder Judicial está involucrado. Algún día, quizá no lejano, cuando se hayan hecho sentir las consecuencias de esta coyuntura nuestra, los historiadores calibrarán la enorme gravedad de la crisis política e institucional española, distraída estos días con la proximidad de varias comparecencias electorales. Y con la sal gorda del debate más pedestre, en el que incluso ser calvo se convierte en objeto de chanza desde las alturas del Ejecutivo. Qué país este, Señor, qué país. Que, por tantos otros motivos, sin embargo es un gran país.