En la nube
Decía Javier Fesser que “uno envejece cuando cree que ya no tiene nada que aprender”. Posiblemente tenga razón. Por eso también quizá podamos envejecer tanto. Pero es fácil que, a estas alturas, necesitemos aprendizajes sin moralismos, que, como los tacones peliculeros, vienen de lejos. A veces, sin embargo, los aprendizajes se convierten en duros de roer, por no decir imposibles. Algo parecido me ocurre al oír hablar de “la nube” (si estuviese en plural, cuantísimas largas estancias recuerdo), cuando apenas he llegado a entender los mecanismos milagrosos del teléfono. Nada digamos de tantos otros aparatos, sin duda maravillosos, que modifican, alegran y enriquecen muchas vidas. Entre los propósitos del nuevo año provenientes de los soliloquios y paseos peripatéticos navideños (cuántos de hartazgos y resacas), la voluntad de este entendimiento. Vamos a ver qué pasa.
Oigo con frecuencia que todo está en la nube. Y ahí justamente empezaba mi desconcierto al pensar que esa nube poderosa tiene una infinita capacidad para almacenar datos. Hasta la alerta sonriente de un buen amigo, andaba mirando al cielo pendiente de esa nube extraña: me tenía inquieto la posibilidad de que en un momento imprevisto descargase con furia un chaparrón de letras e historias, un extraño titular que sometería a prevención las previsiones del tiempo. Ya en otra ocasión una tormenta de agua inundó la librería de Pep Durán, cuentacuentos y trajinante. Vendió al peso las letras desprendidas de los libros, rescatadas de las aguas mediante un cazaletras, algo muy parecido a un cazamariposas, aunque, lógicamente, con una malla mucho más tupida. Y con esas letras flotantes Pep y no pocos clientes trenzaron muchas y bellas historias. Las letras también tienen segundas oportunidades. Esta era, en contraposición, mi gran ilusión ante la descarga posible de esa nube extraña: encontrar historias maravillosas, llenas de amor y celos, truculentas y extrañas, de altísimos secretos inconfesables, de corazones alargados a la búsqueda de reinos de dulzuras e inocencias… Hasta es posible que la ingenuidad tenga recompensa. Intentar acercarme a ese misterio es uno de mis propósitos para el nuevo año. Ojalá los dioses de los días se apiaden de mí.