Diario de León
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Cuarto creciente C. Fidalgo
León

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Velintonia es el nombre de la casa de un poeta. El poeta está muerto. Y sus versos, se supone, han quedado prendidos en el árbol del jardín, y en la fachada de la casa, y en las paredes de cada habitación, junto al eco de las voces de todos los aspirantes a poetas que pasaron por allí en algún momento, cuando todos éramos más jóvenes y algunos ni siquiera habíamos nacido.

Velintonia está en Madrid. Es un edificio con planta baja y dos pisos, con rejas en las ventanas para que nadie entre a robar la memoria de Vicente Aleixandre.

Vicente Aleixandre es el poeta que vivió en Velintonia. En 1977 le dieron el Premio Nobel de Literatura. Y formó parte de la Generación del 27, la Edad de Plata de las letras españolas.

Pero a quién le importa.

Los jóvenes, más jóvenes que yo, no le conocen.

Los viejos, más viejos de lo que soy yo ahora, ya no se acuerdan de él.

Vicente Aleixandre es un poeta de otro tiempo. Y este tiempo nuestro, en este tiempo presente donde todo va más deprisa, los titulares están cargados de cebos para que piques, las informaciones esconden lo importante hasta el final; en este tiempo donde triunfan los poetas ligeros, fugaces, todo dura muy poco, todo termina muy pronto, todo es más efímero. Como un amor adolescente.

Todo arde, también, en una hoguera de vanidades, en un fuego de egos revueltos.

Y la poesía más honda —como aquel libro viejo de Pessoa donde nunca pasaba nada y Lisboa era una sombra; Libro del Desasosiego se titulaba—, la poesía olvidada, insisto, se refugia en lugares vacíos como Velintonia.

Y Velintonia, se lo recuerdo, fue la casa de un poeta. Un chalet centenario de seiscientos treinta metros cuadrados con un árbol en el jardín, en el distrito madrileño de Chamberí. Un lugar que se vende porque no lo ha querido nadie.

Si tiene usted dinero y quiere participar en la puja, si gana usted la subasta de Velintonia que organizan los herederos del poeta, una de estas noches podrá entrar en la casa con su propia llave, podrá posar sus dedos sobre el polvo que acumulan los anaqueles vacíos. Y quizá cruja un poco la silla rota donde se sentaba Vicente Aleixandre, que todavía echa de menos a su dueño, seguro, en mitad del salón.

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