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cuerpo a tierra antonio Manilla

El cocido que surgió del frío

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L a sorpresa del frío, la cruda realidad de su llegada, sigue conmoviéndonos pese a que, como escribió Josep Pla, «hace ya varios milenios que hace frío en invierno». La sorpresa del calor, sobre todo cuando es tan temprano que hasta las cunetas y las ramas de los árboles florecen a deshora, de un tiempo a esta parte, ya casi no sorprende a nadie. Ni a los agricultores que son quienes más lo sufren. Nos hemos acostumbrado al cambio climático, a los sofocos con abrigo, a la primavera en pleno invierno. Ver a un paisano en manga corta en febrero ya no asombra como lo hacía antaño y los hinchas futboleros patrios más jóvenes ya van, como los ingleses, a pecho descubierto a los estadios de septiembre a junio. Porteros aparte, ya sólo los muy brasileños saltan al césped con guantes. Para negar el trastorno del clima la verdad es que hay que ser muy poco observador no ya de los cielos sino hasta de los hábitos. No me vale como argumento en contra lo de «la barba de enero», que es uso abandonado, porque hace ya muchos lustros que esta máscara pilosa masculina es más ornato que prenda de vestir.

Puestos en un brete, puede uno admitir hasta que el calentamiento global nos está salvando de los rigores de una glaciación que está próxima, pero, más allá de ese «ya se verá», me parece que hay que reconocer ya mismo la perversidad que supone para nuestra gastronomía y, sobre todo, para nuestro estómago acostumbrado a recibir las nieves plantando los codos ante sucesivas y pantagruélicas fuentes de cocido.

No, lo peor del cambio climático no son las amenazas que conlleva para el hombre —que no para el planeta—, ni tan siquiera que las pistas de esquí cierren nada más abrir. Lo peor es que el periodo de cocidos, botillos y fabadas se ha reducido enormemente. Los platos de temporada, esos que surgen del frío y vienen a restaurar los meses de pasión veraniegos, por lo general inmersos en unas dietas torturantes, cada vez tienen menos oportunidad de llegar a nuestra mesa para restañar en nuestra alma tantos daños y carencias. Y escribo alma a conciencia, porque en los siglos pasados, cuando se consideraba que la mujer carecía de ella, la del hombre se ubicaba en el estómago (o a veces algo más abajo). Lo primero, afortunadamente, ha cambiado, pero lo segundo para mí que apenas.