¿De verdad, un derecho fundamental?
J amás se me ocurriría juzgar ni criticar a una mujer que ha decidido abortar. Esa decisión tan difícil, tan dramática, encierra siempre un dilema que afecta a lo más profundo de la persona. Tomar la decisión de acabar con una vida humana, algo que se siente en el propio cuerpo, es un trauma que exige hacer el duelo por ese hijo muerto.
Hay mujeres que no quieren ser madres, pero como alguien me dijo una mujer es madre desde que concibe un ser vivo y a partir de ahí sólo puede elegir entre tener un hijo vivo o un hijo muerto. Es duro pero real. Abortar no es como sacarse una muela porque todos sabemos que desde la unión de las dos células, una del padre y otra de la madre, ese ser humano no sólo acabará siendo un niño o una niña, si le dejan, sino que posee una individualidad genética que preside su propio destino. Es un ser humano al que, en ocasiones, negamos el derecho a vivir. Me parece imposible hablar de sociedad progresista y justa si no se valora la vida.
Francia acaba de aprobar, con una enorme mayoría, incluir el derecho al aborto como un derecho fundamental en la Constitución. Y ahora pretenden que sea un derecho incluido en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Nada menos que un derecho fundamental, un derecho humano, un derecho exclusivo de la mujer.
En nuestro país, la última reforma de la ley del aborto, la tercera, no sólo permite abortar sin ofrecer información y alternativas a esas mujeres, sin dejar un solo día entre la reflexión y la ejecución del aborto, no sólo deja que las menores de entre 16 y 18 años puedan abortar sin conocimiento o escucha de sus padres y acota la objeción de conciencia, sino que también pretendía poner «inspectores» para garantizar el cumplimiento de la ley.
España destina diez veces más fondos públicos en ayudas al aborto que al embarazo. En España hay cada año 320.000 nacimientos, en caída libre, y casi cien mil abortos, la tercera parte. Hace veinticinco años los abortos eran sólo una quinta parte de los nacimientos. Desde 1985, más de dos millones y medios de abortos. Un dato terrible. Adela Cortina, nada sospechosa de conservadurismo, ha dicho que « es increíble afirmar que un feto humano no es humano» y que «toda la sociedad está de acuerdo en que el aborto es una catástrofe, que eliminar una vida humana es un fracaso social y un trauma para la mujer que lo padece».
José Bono decía hace años que «se diga lo que se diga, sabemos con certeza que el feto no es un órgano propio de la mujer sino una realidad distinta. El feto es más un ‘alguien’ que un ‘algo’». El aborto no puede ser un derecho humano ni constitucional ni fundamental porque involucra a otras personas, como el padre, pero sobre todo porque arrincona, excluye los derechos del no nacido, cuya vida dice proteger la Constitución.
Como expresa Rafael Navarro Valls, «admitir que hay un derecho fundamental al aborto no es sino trivializar lo que es un derecho, pasando de ser una pretensión con fundamento en la justicia a un mero deseo, no sólo tolerable sino exigible». Debería haber una ley para proteger a las embarazadas, para promover y hacer viable la maternidad en una sociedad en la que ya hay más mascotas que niños, más leyes de bienestar animal que de protección a la mujer que quiere y no puede ser madre, a las familias que sienten como indeseables embarazos que recibirían con alegría si no fuera por la falta de medios. Habría que incidir en la educación sexual, en las ayudas a las familias y en una sociedad de cuidados. Protegemos la diversidad, pero excluimos a las personas no nacidas con diversidad funcional o intelectual. Hay países donde ya no nacen niños Down, a pesar de que se ha demostrado que son capaces de desarrollar una vida digna. Es una forma de eugenesia disfrazada.
Quizás tardemos en verlo, como tardamos en ver la abolición de la esclavitud, pero en ambos casos, lo que está en juego es qué significa ser humano. El papa Francisco ha dicho que «si la apuesta por el respeto a la vida de los concebidos no se mantiene, no quedan fundamentos sólidos para defender los derechos humanos que siempre estarán sometidos a las conveniencias o circunstancias de los poderosos». Pero no es un problema religioso, es un problema de humanidad. ¡Qué enorme contradicción que la cultura más avanzada de protección de los derechos humanos conviva con la mayor matanza de la historia!