Seguridad y derechos humanos
Filosofía policial
Puede parecer una contradicción hablar de filosofía policial, como si algo no cuadrara al intentar unir las dos palabras. La filosofía habitualmente la asociamos con el ámbito teórico, abstracto, incluso para el común de las personas, ajena a nuestra realidad. Por su parte, la policía es la practicidad pura y dura, nos sumerge en la realidad e incluso nos devuelve a ella porque siempre la realidad se impone.
Existen pocas formas tan directas de devolvernos a la realidad como una intervención policial que nos afecte. Generalmente, asociamos a la policía con sucesos de nuestra vida que no son precisamente los más satisfactorios. Cuando interactuamos con la policía, lo hacemos por algo eminentemente práctico y primario.
A la policía no se le requiere para filosofar sobre nuestras vidas. Bueno, en algunas ocasiones sí, porque las condiciones en las que nos encontramos favorecen la locuacidad previo consumo de sustancias que facilitan ese tipo de verborreas y desinhibición. Pero, podemos afirmar que lo usual es recurrir a la policía cuando algo tangible y práctico que nos pertenece ha sido maltratado.
Hemos interiorizado que la policía está esperando a que la requiramos ante cualquier suceso que consideremos que merece su activación. Esto se alinea perfectamente con la idea mayoritaria de los teóricos policiales de que, efectivamente, la policía debe esperar a ser requerida, en definitiva ser una policía predominantemente reactiva, más allá de cierto carácter preventivo.
Parece como si las dos partes hubieran llegado a un consenso sobre sus relaciones basadas en la iniciativa de una de las dos partes. Se trata de un binomio en el que uno lleva la iniciativa y el otro actúa en consecuencia. Si de un matrimonio se tratara, podríamos afirmar que no existe paridad, hay cierto desequilibrio en la relación.
No ha dado mal resultado hasta ahora este equilibrio desequilibrado. Ahí está la valoración de la policía por parte de los ciudadanos año tras año. Es una institución respetada y querida por la gente de bien, incluso por algunos de sus clientes que no son gente de bien del todo, pero que han establecido una relación con la policía normativizada inspirada en el amor-odio. Un juego policía-delincuente que es una verdadera subcultura.
La policía debe aprovechar este patrimonio con un saldo claramente positivo para abrirse más a la sociedad. Una sociedad que demanda más protagonismo en todo lo que le afecta y que al mismo tiempo se desinteresa por aquello que no le resulta próximo. Debemos acercar todavía más las estructuras y organizaciones policiales a los ciudadanos.
El arte de definir las políticas policiales, en definitiva, qué modelo de policía queremos para nuestra sociedad, debe dar cabida a la iniciativa de los ciudadanos. Los ciudadanos en democracia son los soberanos de todo poder, incluso el poder de decidir cómo quieren que su policía ejerza el monopolio de la fuerza.
La policía gana legitimidad si abre su toma de decisiones a la ciudadanía. Los ciudadanos se sienten escuchados, implicados y realizan de forma práctica su compromiso con la seguridad pública, la de todos.
Escuchar lo que los ciudadanos tienen que decir respecto del modelo de seguridad de sus ciudades y pueblos, de cómo quieren interactuar con su policía, es un reto de la policía del siglo XXI. Necesitamos más ciudadanía implicada, corresponsable y fiscalizadora en la labor policial, y necesitamos una mente abierta y actitud proactiva de la policía para definir la policía del futuro.