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La liebre Álvaro Caballero

Ese marzo cabrón

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Este marzo cabrón anota tantas muescas en la culata que nos hemos acostumbrado a esperarlo de perfil para ver si pasa sin que nos dañe. El marceo, la época para la cual el calendario del panteón de los reyes de San Isidoro nos prescribía la tarea de la poda, se enluteció de pronto en 2004 para tejer un sudario con las hojas del almanaque sobre las que antes caminaba el campo para despertarse del invierno. Aquel 11-M de hace 20 años, que después se rememoraría en las vísperas del encierro de ese covid que hace apenas cuatro marzos cavó miles de tumbas, nos dejó para siempre un rosario de bombas a la puerta de la primavera. «Al Qaida asume el horror», tituló al día siguiente este diario, en una portada histórica que se abrió a todo el pliego para abarcar desde la primera página hasta la última con una fotografía de los trenes reventados y un subtítulo clarificador: «El terrorismo islámico reivindica el atentado en Madrid que causó 192 muertos y 1.430 heridos, después de que el Gobierno lo atribuyese a ETA». Mientras, los grandes medios nacionales jugaban con la ambigüedad, desnortados por las llamadas desde Moncloa, como han desvelado sus directores después de pasar el tiempo, que envenenaban con la hipótesis etarra y alejaban el recuerdo de la foto de las Azores. A la mañana siguiente, con los ejemplares ya en la calle, sonó el teléfono varias veces. Eran lectores para quejarse. Uno sentenció que prefería que hubiera sido la banda terrorista vasca y colgó. Quedaban tres días para las elecciones generales. En contra de los pronósticos previos a la masacre, ganó Zapatero.

Todo lo que ha sucedido después deviene de entonces. El encanallamiento de la política remite a esos días de marzo. No conviene olvidarlo. Habría que incluirlo en los libros de historia, como recomendó esta semana el rey para llamar la atención sobre las vagas referencias de la enseñanza en las aulas tanto del terrorismo islámico como de ETA. No merecíamos un Gobierno que nos mintiera, como se extendió por medio de aquellos mensajes menos inocentes de lo que parecían, envueltos en la apostilla de un «pásalo» con la que se prologaron todas esas cadenas que anegan las redes desde entonces con intención de adoctrinar, de dirigir, de manipular. Éramos menos descreídos, quizá. No nos merecíamos un Gobierno que nos mintiera. Veinte años después, tampoco.