Ni siquiera un bilbaíno
Nos fuimos a pasar el fin de semana a Bilbao, para celebrar nuestros primeros 33 años de casados. Bella ciudad hospitalaria. La estación de tren lleva el nombre de Indalecio Prieto, y nos recibe una enorme cabeza escultórica del líder socialista, quien murió en el exilio. Una buena ocasión para recordar una frase suya, ya citada aquí: «Mi actitud está dictada por dos amores: el amor a mi España y el amor a mi partido (…) ahora bien, pongo por encima de los intereses del partido socialista los intereses de España (…)». Además, fue capaz de reconocer que su propio papel en la revolución de 1934 fue negativo: «Me declaro culpable ante mi conciencia, ante mi partido y ante España entera de mi participación en aquel movimiento revolucionario…». Los hombres íntegros reconocen sus yerros, o no teniéndolos como tales lamentan no haberlo sabido hacer mejor. Un gran político, con enorme dimensión humana. De camino a casa del familiar que nos acogía me detuve en una librería de viejo. En los saldos encontré Cervantes y los casticismos españoles», de Américo Castro, quien tampoco tuvo nunca tuvo reparos en autocorregirse teorías si después de publicadas advertía que eran erróneas o que debía matizarlas. Por la calle, la afición se dirigía feliz al San Mamés. Los tiempos de dolor y horror pasaron.
Al día siguiente, recorrimos la ría en barco y paseamos por los alrededores del Guggenheim. Pero mi visita fue para el Museo de Bellas Artes, me interesaba ver allí «Fuera de control», un film de Beatriz Canavaggio sobre las bombas atómicas. Salí preguntándome si la Humanidad tiene remedio.
Ya en el tren de regreso leí el vaticinio de Trump: «Si no gano las elecciones habrá un baño de sangre, como mínimo». La Humanidad quizá tenga aún remedio, pero él no la tiene. No le votes, no le temas. A Putin le dan igual sus propios resultados, se los inventa. Y nosotros, los frágiles de la tierra, quienes formamos lo que Unamuno llamó intrahistoria, solo podemos tocar madera y celebrar que nuestro amor sea invencible, como los valores que nos inculcaron en casa. Ah, se me olvidaba decir que los pinchos estaban de fábula. Justa fama. Allí la tapa no es gratis, nadie es perfecto... ni siquiera un bilbaíno.