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Vivimos tiempos en los que las circunstancias políticas obligan a recordar hasta lo que debería ser evidente: una democracia consolidada es aquella en la que hay división de poderes y libertad de prensa, la alternancia está asegurada y hay normas no escritas que los políticos respetan. Aquí, una de esas normas no escritas: el respeto a la alternancia, empezó a fallar con el «Pacto del Tinell». Algunos de los males que nos afligen y tensan la convivencia vienen de ahí, del malhadado pacto diseñado en 2003 por Rodríguez Zapatero y Pasqual Maragall y suscrito por ERC e Iniciativa per Catalunya. Maragall (PSC) alcanzó la presidencia de la Generalidad y nombró a Josep Lluís Carod-Rovira «conseller en cap». Las cosas se nos olvidan. Carod-Rovira fue aquél individuo miserable que en enero de 2004 llegó a pactar con la ETA para excluir a Cataluña de posibles atentados de la banda terrorista.

El objetivo del «Pacto del Tinell» era impedir gobernar a la derecha y Pedro Sánchez lo ha recuperado elevándolo a hoja de ruta. Pudiendo haber pactado en su día con Ciudadanos, partido de centro (Albert Ribera) optó por hacerlo con Podemos (Pablo Iglesias), partido de extrema izquierda. Al albur de los resultados alcanzados por el PSOE en los sucesivos procesos electorales — nunca por encima de los 123 diputados— Sánchez ha ido renovando y ampliando los pactos con partidos a su izquierda y con otros que se sitúan en posiciones contrarias al marco Constitucional —EH Bildu, ERC— y más recientemente con Junts, cuyos siete diputados fueron la llave que facilitó la investidura presidencial a cambio de embarcar al PSOE en la Ley de Amnistía, una de las operaciones políticas más onerosas de su historia.

En los últimos años Sánchez pudo haber intentado algún tipo de acuerdo con el PP que le habría puesto a salvo del descrédito que acarrean los chantajes de los separatistas, pero nunca dio el paso.

No siendo un político ideologizado como sí lo era Pablo Iglesias —Sánchez nunca lo fue ni por tradición familiar, ni por lecturas—, no se sabe de dónde le viene esa pulsión antidemocrática que le llevo a apostar y defender el establecimiento de un «muro» para impedir que la derecha pudiera volver a gobernar en España. Impedir, en suma la alternancia política que es uno de los pilares del sistema democrático. Y en eso están. Basta con observar cómo caracolea en los mítines el resucitado Zapatero para comprender lo dañinas que pueden resultar las malas compañías.