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 LUIS DEL VAL

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Crecí en una familia muy modesta, donde me enseñaron que había que contar los cambios al comprar, por dos razones: para evitar que te dieran de menos, y para advertir al comerciante, si te daba de más. La primera era importante, porque el dinero no abundaba, pero no lo era menos la segunda, porque si alguien se enteraba te exponías a la reprobación de los vecinos. Ese temor no era vano, ni pequeño, porque de vez en cuando te recordaban que, ya que no tenías dinero, al menos no te podías quedar sin dignidad.

Años más tarde, al asistir a la versión cinematográfica de Pigmalión , cuando el padre de Eliza —ante su falta de escrúpulos a que su hija se quede a vivir en casa de Mr. Higgins— éste le pregunta si no tiene dignidad, me sorprendió la respuesta del padre que responde algo así: «¿Dignidad? Soy muy pobre para permitirme el lujo de tener dignidad». Mr. Higgins se queda estupefacto, y el público sonríe durante esa escena. O sonreía, porque en este primer cuarto del siglo XXI, a lo mejor ha pasado de ser una boutade ingeniosa a formar parte de la lógica, porque la dignidad ya no parece una virtud, sino una carga pesada de llevar.

Las malversaciones en la Federación Española de Fútbol, el lío de la corrupción de las mascarillas inservibles, que afecta a un ministerio y dos autonomías, en cualquier caso donde la dignidad haya sido sustituida por meter la mano en la caja del dinero público, parece que la única preocupación de los protagonistas no es perder la dignidad, sino perder el dinero que han conseguido, y evitar la única reprobación que les importa: la de los tribunales, porque puede llevar unida una estancia en prisión.

Por si fuera poco, el Gobierno ha concedido a la malversación la cualidad de ser alabada y comprensible, siempre y cuando el dinero de los contribuyentes se emplee para gastos electorales, publicidad, o para abonar cualquier pago en beneficio de la dignidad del partido. La reprobación social parece que se ha marchado de España. Por falta de clientes.