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Hace dos años, la Segunda Guerra Mundial abandonó el territorio confortable de las bibliotecas para convertirse otra vez en una presencia acuciante. Hitler volvió a invadir los Sudetes y Europa descubrió con estupor que a veces no basta con gritar «no a la guerra» y dibujar caritas tristes. Algunos se enredan en barrocas explicaciones geopolíticas para tratar de justificar la invasión, otros siguen viviendo melancólicamente anclados en «el Otan no bases fuera», los de Hamás sacan el alfanje de degollar inocentes y Netanyahu pretende borrar Palestina a bombazos, niños incluidos. Y ahora, por si fuéramos pocos, llegan los barbudos del Estado Islámico para demostrarnos que el tiranosaurio sigue ahí, matando infieles en nombre de oscuros profetas que hace mil años pastoreaban cabras en desiertos.

Lo terrible es que, por primera vez en tres generaciones, nos vemos abocados a pensar seriamente hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar para defender no ya nuestra nación, que eso es una cosa absurda y sanguinolenta de banderita, himno y ‘ongietorri’, sino nuestro modo de vida, nuestra democracia, nuestra libertad, nuestra costumbre de quejarnos amargamente del Gobierno mientras llevamos a los niños a inglés.

Son pensamientos difíciles, angustiosos. Tal vez por eso en España preferimos entretenernos con el Puigdemont, la Ayuso, el Sánchez... Gente con ínfulas, aunque decididamente menor, episódica. Tipos irrisorios y chabacanos, como de comedia italiana o de show de José Luis Moreno. El mundo se derrumba y ellos dan grititos, se tiran de los pelitos, se lanzan insultitos y proclaman independencitas. Qué cruz, señor.