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La Semana
Manuel Campo Vidal

España, destino soñado (y aquí criticado)

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Medio mundo quiere venir a vivir a España. Los procesos migratorios se aceleran en estos tiempos de incertidumbre. No es solo que las hambrunas y las dictaduras africanas empujen a millones de personas a desafiar el peligro de las pateras para alcanzar las costas canarias, andaluzas, italianas o griegas. Se intensifica la presión migratoria por el sur, pero se dispara el número de iberoamericanos que identifican España como lugar ideal para trabajar y vivir. Clases medias; y ricos también. Tenedores de capitales venezolanos, ecuatorianos o colombianos, que antes se instalaban en Miami, buscan ahora los mejores barrios de Madrid. Al de Salamanca, en el corazón madrileño, lo llaman «Little Caracas». Y sea por vía profesional o de estudios, Consulados y Oficinas de Extranjería, confirman la avalancha de peticiones de residencia.

No olvidemos a los europeos. A las legiones de jubilados nórdicos que desde hace años prefieren disfrutar sus pensiones en Mallorca, Andalucía o Canarias, en busca del buen clima, se suman ahora los profesionales que quieren cambiar Francia, Reino Unido y, sobre todo, Italia, por un trabajo en Madrid, Barcelona, Valencia o Málaga. Frente a los 35.000 españoles con residencia legalizada en el país alpino, hay diez veces más de ellos empadronados en España. Habría que descontar a los argentinos, venezolanos, y otros, que adquirieron nacionalidad italiana por familiares, y que, tras un sencillo trámite, trabajan aquí. Pero aunque correspondiera la mitad de esos 350.000 ciudadanos con nacionalidad italiana los procedentes de América que ya viven aquí, es evidente que la desproporción es manifiesta. Y la conclusión, clara: también los italianos han identificado España como destino preferente. Crecen los alumnos en las cuatro sedes del Instituto Cervantes —Italia es el país con más estudiantes y realiza 30.000 exámenes DELE por año— para conocer la lengua española, la segunda más hablada en el mundo, si se descuenta el chino mandarín y el indi.

Mientras esos millones de personas en todo el planeta sueñan con España, aquí hay miles de españoles que no dejan dormir con sus críticas. Para ellos todo está mal y hasta evitan hablar de España. Bastantes medios de comunicación se contaminan y pasar a referirse al «estado español». Es una inexactitud pero, sobre todo, una puerilidad. Este es, sin duda, el país con autoestima más baja de entre los que conocemos. No sabemos valorar lo que tenemos. Claro que existen problemas serios, destacando la desigualdad creciente entre personas, territorios y la brecha ciudad-rural. Pero, globalmente considerado, este es un gran país. La pluralidad de comunidades con costumbres e idioma propio explica, solo en parte, esa desafección al concepto España-nación. Por encima de todo, cualquier investigación estadística demuestra que estamos mejor de lo que creemos estar.

La política no ayuda, ciertamente. La constante y ácida pugna entre gobierno y oposición erosiona la credibilidad de políticos e instituciones. Además, reivindicaciones nacionalistas al margen, porque son legítimas y la Constitución democrática ampara que se defiendan públicamente, personajes surrealistas se adueñan de la escena política gracias a la inocencia de los medios. Con Pablo Iglesias, fundador de Podemos, camino del ostracismo, aunque nunca hay que darlo por amortizado, Carles Puigdemont se ha erigido en la llave extorsionadora de la política española. Se retransmiten sus desafíos y sus hazañas como supuestas heroicidades. Defiende que España es como Turquía. De risa. Pregunten cuantos italianos y latinoamericanos sueñan con vivir en Turquía. A ver si las elecciones catalanas ponen a cada uno en su sitio. Aunque sinceramente, la esperanza es escasa. Veremos.