A contrapelo
Si algo irritaba de Isabel Carrasco era su áspero carácter, su resorte altisonante y su autoritaria vara en alto. Si algo ofendía o daba envidia era su albedrío provocador en una sociedad provinciana y pretenciosa. Y si algo se admiraba en ella era la capacidad de trabajo en sus despachos, en la intriga palaciega, en la información sensible, en el control del partido o en dirigir el baile de las empresas interesadas. Que trabajaba más que nada para ella también era notorio. No se cortaba un pelo. Sabía. Y sabían que sabía. O temían lo que supiera. O achantaban por lo que pudiera saber. Y si no, ya se encargaría ella de saberlo, así que no tuvo mejor parapeto en la defensa de sus alcázares que una barricada de dossieres y carpetas con pecados. Sale esto y mucho más en el libro «Yo, Isabel» que acaba de publicar Javier Calvo (15 años dirigió Leonoticias ), retablo periodístico de larga labor y sustancia sin dejarse contaminar de la profusa chismografía que barniza al personaje, pues sobran bulos o rastros como el dejar una herencia de más de 30 millones que nadie ha podido constatar (incluido un apartamento en Manhattan) o su capital en gris marengo que va de 100 a 200, insinúan con insidia sus enemigos, leyenda al canto para aupar aún más a quien nació humilde en Campo y Santibáñez y alcanzó un poder que ninguna otra mujer soñará aquí... aunque Matías Llorente, su horma, decía que acabaría engrilletada en el asiento de atrás de un coche de la Guardia Civil (como acabó su sucesor Marcos) por aquel otro delator marrón cobrando kilometrajes en coche oficial. No renunciaba ni a los céntimos. Mente contable prodigiosa. Todo controlado hasta el detalle. Y planeando más. Triunfando. Eso permite ir por la vida con muchos aires. Y un aire de virreina de los cazurros en su Palacio de los Gañanes sí que podía permitirse, aunque un día, vestida de doña Urraca en unas justas del Paso Honroso, la abuchearon y silbaron a dolor. Muy popular no era. Y eso le ponía. Urdir guerras y guerritas lo bordaba. Ahí era donde se crecía vengándose de su insuficiente estatura. ( sigue )