Ruiditos
Descubrí hace mil años el poema Haiku de verano, de Leonard Cohen, que me encantó. «Silencio/ y un silencio más profundo/ cuando los grillos/ dudan». Me fascinó esa duda de los grillos. Supuse que se refería al momento en que los grillos nocturnos, que están dando la tabarra, de repente dejan de meter ese ruido con el frotado de alas que se llama estridular. Recuerdo una sofocante noche en Menorca en la que tuve que elegir entre cerrar la ventana del cuarto o buscar en plan perturbado al grillo oculto en el cercano seto que estridulaba como un sádico. Mi viejo amigo y colega José Carlos Somoza es tan víctima como yo de la tortura de los ruidos (me asombra la gente que puede estar sentada en la terraza de un bar con gesto relajado mientras al lado un operario abre el asfalto con un taladro), y también de los ruiditos. Harto de los estruendos de la ciudad, cumplió el sueño de irse a vivir a una casa en el campo. La mesa de su despacho, en el piso superior, miraba a la ventana desde la que se veía un hermoso árbol y el silencio ambiental resultaba balsámico; el panorama perfecto para escribir en paz. Pero no había contado con el pájaro carpintero para el que el árbol de Somoza era su favorito.
El morse del pájaro loco se convirtió en un tormento obsesivo. Además, el pájaro tenía características fantasmagóricas y le costaba descubrirlo entre el follaje taladrando el tronco con aquel ruidito rítmico, seco y obsesivo. Somoza, desesperado, llegó a comprarse una escopetilla de aire comprimido para intentar la caza del pájaro. Me imagino al bueno de José Carlos, que es el hombre más urbanita el mundo, con la ‘chimbera’ en ristre, ojo avizor al pie del árbol. Por supuesto, la batalla psicológica la ganó el pájaro carpintero. Me contaba Javier Ibarrola el otro día la obstinada empresa de una señora durante un concierto sinfónico. En el movimiento más sosegado de la sinfonía, en una de esas partes en que una tos en la sala suena como un cañonazo, la dama se empeñó en desenvolver un caramelo; lo hizo al máximo ralentí para no meter ruido y consiguió lo contrario: una inacabable sucesión de crujidos plásticos individualizados.
Y a mí el último género de ruidito que me tiene contento es esa especie de chirrido agudo que meten de repente determinadas personas con las suelas del calzado deportivo en suelos nobles de lugares como los museos, que demandan tranquilidad. En realidad pasa de ruidito, es evitable, tiene una intensidad y naturaleza lacerantes y sobresalta; podría formar parte de la banda sonora de Bernard Herrmann para la escena de la ducha de Psicosis .