Diario de León

Cuerpo a tierra
Antonio Manilla

Ciudad para nictálopes

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De una ciudad de niebla como Londres, el maestro de columnistas Julio Camba escribió que allí las farolas «no alumbran, pero sirven de punto de orientación para los transeúntes». Más o menos lo mismo podría decirse de la luz de led que ni a dar sombra alcanza en las calles de León: son más faros que farolas, guías de navegación para los náufragos en las tempestuosas noches de los barrios dormidos, a partir de las seis de la tarde, cuando en el invierno se desploma a la hora del agüisquecer el sol cansado de arder en el horizonte. Bajo el frío firmamento de estrellas desfallecientes o nubes interpuestas, con los escaparates capados por las severas leyes de una lejana guerra o el demasiado próximo de un terrible «se traspasa», todos los andares de los viandantes que cometen la osadía de aventurarse en la noche leonesa son pasos extraviados o de memoria, que conducen, según y cómo, a casa o al mismísimo infierno del último local abierto.

En el dédalo de calles y avenidas para nictálopes, sobre todo por la parte antigua, no es que sea fácil perderse, es que es difícil encontrarse, incluso al tacto. Y muy fácil creerse en el medievo. Ni hablamos ya de saber qué baldosa suelta o mierda de perro pisamos, si nos ha atropellado el patinetista fantasma, su entrañable leyenda o simplemente hemos topado con una piedra QR de esas que es fácil eludir a pleno sol pero se convierten en peligrosas trampas para el temerario viandante de la desiluminada noche leonesa. En la tierra donde se hace luz de gas hasta con la llama de un mechero, extrañan esas gentes transeúntes con la antorcha del móvil encendida, esquivando baches y esquejes de arbustos en las rendijas de las aceras, mientras juran en arameo que el responsable de esto no está ni para gestionar la lista de la compra de un piso de estudiantes.

Por fortuna, con la primavera crecen las horas de luz y el horario seguro de los leoneses que llevan medio año recogiéndose como los pájaros en sus nidos de bruma y plumas. Tras meses comiendo palomitas y viendo series, nos echamos a la calle, a habitar terrazas y conversaciones, a socializar como locos. Los visitantes se sorprenden de la marcha que tenemos. Si supieran el tiempo que llevamos encerrados, sin salir de noche, en la madriguera de nuestros hogares, añorando las noches del Toisón.

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