Corrupción y fútbol
No deja de ser curioso, sin dejar de ser lamentable, que un gran escándalo de corrupción haya estallado con un beso no deseado; si se prefiere, con la agresión de un beso robado en medio de la euforia. Que el fútbol había dejado de ser un deporte apasionante para convertirse en argumento para la canalización de negocios sucios, protegidos ante la opinión pública y en buena medida ante las autoridades competentes, por la pasión irracional que despierta entre buena parte de sus seguidores.
Se trata, por supuesto del fútbol profesionalizado, de alta competición y cifras millonarias. Nada que ver con el que juegan los niños en el recreo ni en el de las ligas modestas donde lo importante es competir. Es en las otras, en las que la geografía nacional se queda pequeña, los millones mandan y competir no importa, lo que de verdad interesa es forrarse con cantidades astronómicas, sobornando árbitros o desplazando a los partidos históricos bajo el calor agobiante de Arabia Saudí.
Es lamentable que un acontecimiento deportivo, que despierta ilusiones, se haya convertido en el peor ejemplo de estimular la convivencia que propugna el deporte y haya degenerado en un modelo más de las corruptelas que, desde la política para abajo, propician la tentación delictiva de enriquecerse de la forma más fácil. Estamos conociendo detalles de los chanchullos protagonizados por el prepotente Luis Rubiales, quien durante años manejó a su antojo y beneficio el poderoso organismo que regula el futbol, en la práctica una de las entidades públicas que más millones maneja en España.
Claro que todos los datos que se van conociendo demuestran que Rubiales no estaba manejando solo el complejo entramado en que se ha convertido el fútbol de élite. Hay muchos clubs y dirigentes que de una forma u otra también se han venido aprovechando. El control oficial sobre las operaciones internacionales en el tráfico de jugadores no ha prestado la atención debida a los tejemanejes y evasiones que se han aprovechado con fichaje y traspasos de jugadores enmarañados en los cambios de divisas y la atención que estas operaciones se diluían siempre en la ilusión de los aficionados.
La afición al fútbol, tan extendida por numerosos países, no solo en España, está convirtiéndose en un problema más entre los muchos que afronta y divide a la sociedad. El interés fanatizado que despierta lleva a que los ciudadanos nos despreocupemos de otras cuestiones más vitales para nuestro progreso y bienestar. En este ámbito no son ajenos algunos políticos que aprovechan el seguidismo del fútbol para capitalizar sus ideas entrelazándolas con el fervor de sus equipos.
Todo sin desdeñar que el trueque de jugadores entre diferentes países, lejos de contribuir a un acercamiento entre los pueblos, culturas y religiones, la pasión irracional de algunos aficionados, está convirtiendo al fútbol en un argumento racial que extrema el odio a los adversarios de otras etnias que demuestran su habilidad en el campo desde el color de otra piel.