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Cinco años para el blanqueo y un inesperado minuto electoral para el rasgado de vestiduras. Esa es la síntesis de la vergüenza del PSOE de Sánchez. Después de adoptar como socio a los continuadores de la obra de ETA (por otros medios, se entiende) ahora se escandaliza porque el candidato de EH Bildu a las elecciones vascas (en esa coalición se aloja Sortu, el partido que no ha dejado de aplaudir a quienes asesinaron a mansalva en nombre de la patria vasca) se niega a calificar de «banda terrorista» a ETA.

Claro que me parece bien, por parte del Gobierno y del PSOE, su repentino descubrimiento de que hay «cobardía» y «bajeza moral» en la negativa de Pello Otxandiano a reconocer el carácter terrorista de la organización que amargó la vida de los españoles durante los primeros treinta y cinco años de nuestra reciente historia democrática.

Bien por el acoso argumental del candidato socialista, Eneko Andueza, al candidato de Bildu en el televisado debate del martes por la noche en Euskal Telebista.

Y bien por la ministra portavoz del Gobierno, Pilar Alegría, que en rueda de prensa posterior al consejo de ministros, también arremetió contra Otxandiano: «No es solo que sea un cobarde, sino que ha tenido un absoluto desprecio por las víctimas».

Todo eso está muy bien. Lo desalentador es el carácter instrumental de tan repentina sacudida de la indolente memoria colectiva de los vascos llamados a votar este domingo. La reacción viene inspirada más en el cálculo electoral que en las convicciones.

Arremeter ahora contra ETA, por el rastro de sangre y miseria moral que dejó en la memoria del conjunto de los españoles (memoria reprimida por razones tácticas) debería responder sólo a un mandato de carácter moral. Por ejemplo, enseñar en las escuelas que la más abominable expresión del fascismo es la eliminación física del adversario, el discrepante, el diferente por razones ideológicas, de raza, religiosas o procedencia geográfica. Es lo que hizo Eta durante casi cuarenta años. Y tanto la universalidad como la vigencia de esa explicación, en nombre de los principios y no de las conveniencias políticas o electorales, es compatible con el hecho de que las nuevas generaciones de vascos no sepan quien fue Miguel Ángel Blanco, José Luís López de la Calle, Ernest Lluch... y así hasta más de ochocientas vidas segadas porque no compartían los desvaríos ideológicos e identitarios de aquella banda criminal.

Es verdad que ETA ya no existe. Pero sí existe la «memoria histórica», esa misma que se utiliza mucho como palanca reprobatoria del franquismo, felizmente cancelado hace medio siglo, y muy poco para condenar a quienes quisieron reventar la democracia española hasta hace muy pocos años.