Sánchez enamorado
Los admiradores de Pedro Sánchez vivimos estos días en suspenso, atónitos, carcomidos por las expectativas. Todos esperamos una salida a la altura de su mito, y no nos conformaremos con menos.
Se ha colocado el presidente del Gobierno como un delantero brasileño frente a la defensa rival, ha escondido el balón y ya solo cabe el regate imposible, la jugada inconcebible, esa pirueta que años después recordaremos con asombro: el penalti de Panenka, la cola de vaca de Romario y la predimisión de Sánchez.
Mientras los columnistas destilan veneno o almíbar, según el lado del muro en el que se encuentren, conviene recordar que don Pedro maneja sus piezas como esos grandes maestros del ajedrez que cuando mueven el peón ya saben qué van a hacer treinta jugadas más tarde con el alfil.
Es el Magnus Carlsen de la política, un nuevo y definitivo Bobby Fisher. Ha subido el presidente español Sánchez al trampolín olímpico, ha compuesto la figurita y todos soñamos con ver un triple mortal carpado con tirabuzón inverso y encogimiento de costillas, pero también cabe la posibilidad de que acabe tirándose de bomba, salpicando a los jueces, al público y al mozo de las toallas.
¿Y si de verdad está cegado por el amor? ¿Y si bajo esa formidable capa de hielo late el corazón ardiente de un Garcilaso?
Eso resultaría aún más sorprendente e inaudito, como si Maquiavelo hubiera dejado El príncipe sin acabar y el último capítulo lo hubiera escrito Rosamunde Pilcher. Aquí cabe todo y todo es posible.
Sería muy hermoso que esta película trepidante de indultos, cambios legales, malversaciones atenuadas, amnistías, coaliciones imposibles y puigdemones acabase con una pareja caminando al atardecer, cogidos de la mano, de paseo tranquilo por la arena de una playa de Mojácar.