Y lo llamamos debate
C uando se celebró el primer debate electoral entre Felipe González y José María Aznar allá por 1993, nos las dábamos de modernos con las cenizas aún calientes en el pebetero de Barcelona. Aquel primer cara a cara de la democracia no solo enfrentaba las ideas de ambos bandos sino la capacidad dialéctica de un combate que, estuvieras donde estuvieses ideológicamente hablando, tenía algo de película en la que el argumento eras tú. Ya digo que nos creíamos modernos, y aquel día, cuando se encendieron los focos del plató de Antena 3 y empezaron a utilizar las palabras ciudadanos, prioridades, protagonistas, crecimiento, riqueza, honradez, nos creímos a pies juntillas que aquel derroche de retórica era por nosotros. González era entonces el presidente de un Gobierno en el que asomaba la corrupción, pero con un carisma histórico y estético que le daba para aguantar un envite; enfrente tenía a un tipo con bigote, de poco gesto y párpado cortante, liberal, joven, con el guion bien preparado. El debate a dos vueltas prometía espectáculo: el primero lo ganó Aznar; el segundo, emitido en Telecinco, se lo llevó González, pero quien triunfó fue la audiencia. La política no ha vuelto a hacer un ‘share’ como aquel, con más de diez millones de espectadores construyendo su relato ante la tele.
Los llamamos debates, pero deberíamos llamarlos de otra manera. Yo no puedo llamar debate a los monólogos constreñidos en tiempo y forma de unos candidatos agarrados a sus papeles para evitar un naufragio cada que vez que les toca hablar, o escuchar, lo que es peor.
Lo grave no es que una pléyade de asesores les diga cuándo soltar el endecasílabo que coincida con el pico de tráfico de Twitter, sino lo impermeables que resultan a su propia retórica. No sé quién refleja a quién, si lo que pasa en el plató a la sociedad o viceversa, pero cuando éramos modernos esta película casi iba sobre nosotros.