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El ejercicio que hacen todos esos deportistas que se echan a las calles a fatigarlas con sus apresurados galopes, reconozcámoslo, se compone de movimientos seguramente sanos pero sumamente imprecisos. ¿De quién huyen con tanta prisa? ¿A dónde llegan tarde? ¿Qué objeto dirige sus acelerados pasos que casi ni tocan el suelo y compiten con las bicicletas en la esquiva o atropello de los simples y sosegados peatones? Se ha corrido por el siglo la voz de que el deporte es saludable y en los polígonos comerciales han espumado, cual setas, tiendas dedicadas al decatlón como si fuera una especialidad para todos los públicos. Pero los ves y te asalta siempre la misma pregunta. ¿Van o vuelven? Imposible saberlo, su lenguaje corporal, más allá del sudoroso jadeo, es sumamente indeterminado. Si, además, se contempla en domingo, el día de la semana históricamente dedicado al descanso, el desconcierto ya es supino. La energía vital de esa gente —le brota a uno cierto espíritu emprendedor— está completamente desaprovechada en sociedad.

Supongo que la coartada intelectual de toda esa dilapidación serán lemas sobradamente conocidos, como «quien mueve las piernas mueve el corazón» y todo eso de que «no pesan los años sino los quilos». Con una filosofía de autoayuda resulta que han convencido a gentes de mi edad e incluso mayores para echarse encima prendas fosforito y salir a destrozarse las rodillas por el duro asfalto. ¿Qué ha sido de las conquistas de la madurez como disfrutar de un sillón amigable con un libro en la mano y un whisky en la otra? ¿Qué del más modesto placer de contemplar desde el atardecer de la vida un atardecer desde la ventana en que los niños del parque trotan y se escuernan, como corresponde a su edad, mientras los adultos se ensimisman en graves pensamientos sobre la fugacidad de la existencia? Dicen que la adrenalina que se genera corriendo es adictiva y da felicidad. Será, digo yo, la de terminar, pillar una ducha caliente y meterse al cuerpo una hamburguesa doble con queso correctamente regada para restaurar sales y calorías. Comiendo, y no corriendo, se me dispara a mí la adrenalina, por no hablar del colesterol. Y es que, entre los deportes no televisados, uno prefiere los que se hacen sentado, sobre todo la siesta, que se practica profundamente sentado, pero eso no quita que sea capaz de apreciar la esforzada belleza de un maratón, siempre que sea de series.