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Nunca he descubierto nada. Descubrir algo ha de ser un placer inconmensurable; pero descubrirlo de verdad, pues la pólvora lleva mucho descubierta, no hay más que echarle un vistazo al mundo. En Sevilla, el abogado e investigador, José de Contreras y Saro, ha proclamado —entre otras tracas — que Cervantes no era alcalaíno sino cordobés. Y se ha liado parda. Se basa en que el escritor lo afirmó en un documento, conocido pero que estuvo extraviado. Lo certificó en 1593, sí, pero hace mucho que no se le da sentido literal, sino de identificación: sus abuelos y bisabuelos paternos eran cordobeses; lo declaró en un aval de respetabilidad de su amigo Tomás, que reclamaba ser admitido en una cofradía sevillana y le rechazaban por haber sido actor. Aunque lo declara bajo juramento, el origen geográfico no era entonces algo tan «concreto» como ahora, importaba el linaje; su madre certificó ser viuda y el marido vivía, con el objeto de reunir fondos para el rescate de sus dos hijos cautivos. Ningún dato es verdad solo porque el interesado lo certifique. El falso descubrimiento indigna a biógrafos y a expertos. «Andalucía tiene ahora la misión de patrimonializar la figura del ilustre cordobés Miguel de Cervantes», reclama. Pues en verano hace mucho calor para ir con gola.

Vanitas vanitatis. En el siglo XVIII, a su primer biógrafo, Gregorio Mayans, le costó reunir datos sobre el escritor, pues nadie se había preocupado de saberlos. Pese a su celebridad, el entierro solo reunió a los íntimos y ningún lugar le lloró como suyo. Los enorgullecimientos a título póstumo suelen ser más un fardón ¡viva nosotros! que un sentido ¡viva él! ¿De dónde era? Hoy por hoy: español, alcalaíno y universal. Andalucía enriqueció su mirada literaria y el humor cervantino, que no es poco; como Argel, aunque por otras causas. El Quijote y su autor son de la Humanidad, como Homero. Don José ha anunciado otra conferencia sobre el tema, para finales; no la impartirá en Alcalá, claro, sino en Córdoba. Mi madre —sevillana— le habría recomendado: «¡Niño, no marees!». Al descubridor de tal pólvora mojada solo le queda acogerse al socorrido: «¡Habéis picado, era broma!». Mientras, en su Parnaso, Cervantes escucha y se ríe.